La separación del mundo

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Terrazos, 1962 - 1975

Corría el año mil novecientos sesenta y dos, y para los recién casados todo era nuevo: la capital de provincia, las calles de edificaciones altas y sólidas, las aceras amplias, los árboles ordenados, podados y ornamentales; las calles comerciales animadas por luces de escaparate y farolas grises, cristal en lugar de brisa, metal y luz en vez de corteza y noche. También sorprendía la gente de ciudad, que no se saludaba. Eso les contrarió porque ellos estaban acostumbrados a hacerlo con todo el que se cruzaba por delante, buenas tardes o buenos días siempre a los conocidos, aunque era obligado murmurarlo a quienes no habían visto antes. Pero en la ciudad no; al parecer, hacerlo era delatarse como recién llegados del campo, y eso, allí, era como desvelar una vergüenza, reconocer un pasado que estaba preñado de culpas. El día de la mudanza Eva lo hizo, saludó a los viandantes, pero no tardó en darse cuenta de que no debía hacerlo, y de pronto se avergonzó de ser paleta, y pensó en la Eva de la Biblia al reconocerse desnuda ante el mundo.

—Aquí todos van a lo suyo, Genaro. Mejor —determinó—, aquí no hay que dar explicaciones de si vamos o venimos, y cada cual se ocupa de sus cosas.

Genaro aguantaba el resuello y el dolor en los dedos y no respondió. Las maletas pesaban como dos muertos.

—Es aquí, portal ocho. Y esta es nuestra bajera.

Eva reparó en la cara enrojecida de su reciente esposo, y al verlo en ese nuevo escenario de la ciudad, las farolas encendidas, los escaparates llenos de ropa o zapatos, de electrodomésticos o de miles de objetos antes impensables, lo notó desubicado y le preocupóque el pasado en el campo, del que se habían alejado en un autobús ocho horas antes y ya parecía pertenecer a un sueño viejo, no se despegara del espíritu de su marido. Ya no eran Eva la de los pastores y Genaro el del Eleuterio. Eran Eva y Genaro Pérez, ella ama de casa, él dueño de un comercio de papelería y librería. Vestirían la ropa de aquellos escaparates, pertenecerían al mundo futuro, y nunca regresarían al olor de las ovejas y los orines. Eva tenía veinticinco años y Genaro veintitrés.

—Si quieres, deja la maleta de los libros abajo, así no tenemos que subir los cinco pisos con todo el peso —dijo ella—. Total, arriba solo van a ocupar sitio.

Genaro dejó las dos maletas en el suelo cuando se plantaron ante el portal de su nueva casa. Sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta para frotárselo en la frente, aunque no estaba sudando porque hacía mucho frío. Eva vio que aquel era otro gesto propio del campo. Del sudor habitual por el trabajo físico. Se preguntó si alguna vez Genaro dejaría de hacerlo.

—La maleta la subo, porque en la bajera no hay cerradura —dijo él—.

Se volvió a guardar el pañuelo y cogió los dos bultos con fuerza. Ella se apresuró a abrirle el portal, tan nuevo que tampoco tenía cerradura, y Genaro entró y comenzó a subir moviendo un poco los brazos adelante y atrás para que las maletas cupieran en el hueco de las escaleras. El suelo era de mármol blanco y negro, estaba nuevo y brillante. Una ventana que daba al patio interior cegaba un poco la vista, dejando brillos sobre la piedra pulida. Al entrar ambos en aquel portal, Eva sintió que en realidad estaba saliendo de otro lugar, más rudo, más incómodo, y que en aquella casa estaba naciendo de nuevo.

La ciudad tuvo para Eva y Genaro, en los años posteriores a su llegada, un efecto transformador. Ninguno de los dos había calculadoqué acertado era tener una librería cerca de un Instituto, y pronto su negocio comenzó a funcionar lo suficientemente bien como para que aquellos escaparates dejaran de ser meras ilusiones. Genaro, que era hombre delgado, de percha elegante, pelo abundante, nariz aguileña y gesto altanero, se convirtió en un hombre importante en el barrio, promotor de ideas, gestor de iniciativas y tenaz innovador. Al ser propietario de una librería y organizar frecuentemente presentaciones de novelas de autores locales, o gracias a sus gestionespara surtir de material de oficina a domicilio a los comercios y empresas colindantes, pronto su figura se hizo naturalmente popular. Todos le tenían por hombre culto y profundo, de ideas claras, quizás sospechosamente liberales, aunque Genaro nunca se metió en política ni su comportamiento sugirió a quienes vigilaban la moral y costumbres de la época que pudiera convertirse en un problema. Pero detrás de su figura elegante, de su voz profunda y pausada y su carácter tranquilo y pleno de seguridad, quienes conocían a la pareja sabían que Genaro tan solo era un hombre bien manejado. Era Eva quien poseía la inteligencia, quien utilizaba su perspicacia natural para proponer a su marido nuevos negocios y procurarle, a través de sus conversaciones con otras mujeres, las relaciones adecuadas y los encuentros precisos. Sin que nadie lo percibiera, Eva estaba siempre tras los escritos al concejal, la asociación de comerciantes o la organización de charlas de escritores y eruditos en el Instituto. Eva lo prefería así, porque sabía que su marido era un hombre atractivo para todos, que poseía un don que ella prefería esconder. A cambio, Eva disfrutaba de placer de aprender, y la librería era su guarida y su arsenal, siendo la pequeña oficina de la trastienda su base de operaciones y sus armas las docenasde libros que iban almacenándose en las estanterías. Desde allí sugería estrategias, planificaba batallas comerciales o disponía los movimientos que debía realizar su marido, que no solía cuestionar sus ideas porque entre ambos existía una complicidad que enmudecíacualquier reticencia.

OnironautasWhere stories live. Discover now