Keith

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Keith



—¿Dónde narices te has metido?

Audrey miró de reojo a Garrett, llevaba un cigarro en la boca y la chupa de cuero negro colgada al hombro. Enarcó una ceja y dejó la chaqueta encima de una silla situada cerca de la puerta, se quitó el cigarrillo de entre los labios y expulsó el humo, frunciendo el ceño ligeramente.

—¿Qué más te da?

—Me da que he ido al instituto a recogerte adrede, dejando a un lado mis ocupaciones, para luego descubrir que no estabas allí.

—He ido a clase —se defendió ella, en un tono muy calmado.

—¿Y dónde has ido después?

Audrey juntó todavía más las cejas. No le gustaba que se metieran en sus asuntos y no le hacía ni pizca de gracia esa faceta controladora del policía, lo único que le faltaba en ocasiones era preguntarle qué tipo de ropa interior llevaba. Él no era su padre, tampoco era su tutor legal y, por descontado, no le consideraba su hermano. Apenas se conocían de un par de meses y algo más, así que por lo que a Audrey respectaba, Garrett seguía siendo un completo desconocido y los desconocidos no deben tener potestad sobre la vida de nadie.

—Esto a ti no te importa —le espetó, y emprendió el rumbo hacia su cuarto.

Garrett no le dejó entrar, se abalanzó hacia su hermana y la agarró del brazo, dándole la vuelta.

—Escúchame bien —gruñó, estaba de muy mal humor—, me importa un carajo lo que hagas por ahí, pero si pierdo mi tiempo por ir a recogerte al maldito instituto quiero que estés. La próxima vez que vaya y te hayas largado te quedarás encerrada en casa una buena temporada.

Audrey soltó un bufido irónico.

—¿Pero tú quién coño te has creído que eres, mi padre?

—No, soy el tipo que puede hacer una llamada y enviarte a un centro de menores de esos tan bonitos. ¿Quieres que hagamos la prueba?

Audrey se quedó callada, los ojos azules de Garrett le decían que él era muy capaz de llamar a los Servicios Sociales para que se la llevasen, y ella no quería acabar en ningún centro de acogida. Sabía que aquellos lugares tenían reglas y carecían de la libertad suficiente para ella, y aunque vivir en aquel piso no era como estar en un palacio, gozaba de la posibilidad de entrar y salir cuando quisiese e ir adonde le diese la real gana.

Tragó saliva y apretó los dientes, detestaba cuando Garrett se ponía autoritario, pero más todavía odiaba que tuviese la razón.

—¡Eres un idiota! —le gritó, rabiosa.

Garrett esbozó una mueca.

—Uy, soy un idiota —se burló, poniendo una vocecilla aguda—, y por ser un idiota la niñata insolente se ha mosqueado. Qué problema, creo que me voy a poner a llorar.

Audrey arrugó la nariz y le propinó un empujón justo antes de abrir la puerta de su habitación y cerrarla de golpe. Garrett se quedó observándola durante algunos instantes y se sonrió para sí, domar a la fiera tampoco parecía tan complicado, aunque le quedaba la duda de qué sería aquello que haría Audrey después de clase, y su intuición le decía que no se trataba de nada bueno. O, al menos, nada demasiado legal.

Como agua y aceiteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora