Típica -Fátima-

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Voy a ir por partes, no puedo resumir un año que técnicamente no existió para mí, pero sí puedo dar los detalles más relevantes

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Voy a ir por partes, no puedo resumir un año que técnicamente no existió para mí, pero sí puedo dar los detalles más relevantes.

Habiendo terminado la secundaria, decidí estudiar lo que siempre quise aunque terminara "muriéndome de hambre" como mi padre me advirtió. Terminando diciembre, me anoté en la facultad de Bellas Artes y me dediqué a prepararme todo el verano. Por las mañanas me preparaba un café, me sentaba con los muchos cuadernillos y devoraba línea tras línea. Estudiar me gustaba, era una excelente forma de no pensar en nada más que en la información que necesitaba digerir.

Sobre las once de la mañana, salía del edificio y caminaba media cuadra hasta la esquina, donde estaba la cafetería en la cual siempre comía algo antes de entrar a trabajar. Mi incapacidad para cocinar me había valido ya dos intoxicaciones, así que preferí confiar en las dotes culinarias de una mujer a la cual todo el mundo le decía "La Susi". Era una señora encantadora, la tía abuela favorita de todo el mundo, una gordita petiza con los rizos teñidos de bordó que sonreía todo el rato y te preguntaba cosas personales que nunca le contarías a un extraño, pero ella no era una extraña: Era la Susi, y todo el mundo la amaba. Siempre que entraba a la cafetería ella me saludaba con una sonrisa de oreja a oreja y alzaba la mano mientras tomaba los pedidos de sus clientes habituales. Me servía lo de siempre, yo me sentaba en mi mesa junto a una de las ventanas, sola. Siempre sola.

Comía leyendo algún apunte y me iba hasta la tienda de ropa, donde un montón de mujeres medianamente adineradas exigían verse como las famosas de la televisión en la alfombra roja y yo hacía todo lo humanamente posible para complacerlas. Eh, no es una tarea fácil, pero hora tras hora de programas de moda me habían dado una amplia idea de cómo favorecerlas. Solían salir complacidas y eso me concedió un aumento. Pato, la dueña del local, pertenecía a ese grupo de adineradas, fanática de los programas de almuerzos y chimentos, y que siempre tenía el último chisme del mundo de la farándula. No me caía bien, hablaba intentando pasar por porteña aunque era tan cordobesa como mi tío fue. Pese a eso, siempre le esbozaba una sonrisa, admiraba sus zapatos que parecía cambiar cada mes y escuchaba atentamente sobre la última vedette que se peleó con alguna actriz medio pelo. Era quien me pagaba, después de todo, y yo era casi una universitaria sin familia viva que pudiese ayudarla.

Yo hacía el turno de la tarde, por lo que me tocaba cerrar la tienda con sus rejas y sus debidos candados, hacer el cierre de caja y luego apagar todas las luces, excepto las de la vidriera. Caminaba diez cuadras hasta mi departamento. Me paseaba mirando las demás tiendas, a veces me desviaba un poco y disfrutaba por algunos minutos del agua chapoteando en la fuente del paseo. Solía estar llena de estudiantes que llevaban sus termos para tomar mates y conversaban entre carcajadas animadas. Nunca me quedaba demasiado tiempo, ya saben, por lo recuerdos. Nunca me acercaba a ellos tampoco, si bien pensaba que se veían amigables. Ya había comprendido que estaba maldita y que la muerte de mi tío fue un castigo. Perdería a toda persona por la cual sintiese un mínimo de afecto, esa era mi maldición.

Hija de la Muerte -Ganadora de los Wattys 2018-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora