CAPÍTULO 12 - ¿POR QUÉ LO HICISTE?

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El reloj en la pared anunciaba su constante e inquebrantable tic tac, en tiempo y forma. Era el único sonido en la estancia vacía salvo por el interminable cuchicheo del exterior que Felipe había logrado apartar de su mente, concentrándose por completo en el paso acompasado de las manecillas del reloj.

Sentado frente a la única mesa del lugar, con las manos entrelazadas sobre su superficie y los ojos muy fijos al frente, el chico se mantuvo impávido durante la hora que lo habían mantenido ahí. Nadie le había indicado aún por qué se encontraba en las instalaciones del ministerio público; el cargo que se le imputaba era homicidio¸ pero no le dijeron nada más.

Suspiró hondo y se miró las esposas que apretaban sus muñecas. Jamás imaginó que el metal se sentiría así de corrosivo. Desde niño se había imaginado en incontables ocasiones que era arrestado y esposado, tal y como en aquellos momentos, pero en sus juegos usualmente se encontraban como causas de su detención una estafa maestra o un robo a un banco. Junto a sus compañeros escolares había protagonizado cientos de escenarios. En ocasiones era ladrón, mientras que en otras se convertía en el héroe del pueblo.

Sin embargo, en esos instantes las cosas iban totalmente serias. Él se encontraba ahí, perdido en una especie de shock y recordando estupideces de infancia. Quizás todo era demasiado fuerte como para soportarlo, tal vez su propia mente intentaba mostrarle imágenes mucho más cálidas y reconfortantes que lo alejaran, aunque solo fuera por breves instantes, de la cruda y tormentosa realidad. El humano solía ser así, ¿no es verdad? Abrazando cualquier sedante que le ayude a olvidar la vida.

De pronto la puerta se abrió de golpe, y tras ella dos hombres penetraron en la estancia. A uno ya lo conocía, lo había visto en su casa poco más de una semana atrás; se trataba del detective de Guadalupe.

De ella.

Felipe bajó la mirada al recordarla. Odiaba que su rostro se atravesara de ese modo entre sus pensamientos; sin permisos ni sutilezas. Fría, furiosa y necesitada de atención. Agónica y salvaje como solo ella, alterando todo a su paso.

—Qué tal, Felipe, ¿cómo estás? —le preguntó el desconocido al tiempo que tomaba asiento junto a él, depositando su portafolio sobre la mesa. Se trataba de un hombre delgado, con el bigote perfectamente estilizado y una voz gruesa y varonil. Al acercarse, lo tomó por el hombro como si le conociera desde siempre.

—Este hombre es tu abogado, Felipe —aclaró Espíndola.

—Tu madre me ha enviado —continuó el abogado—. Mi nombre es Raymundo Granados. —Y, dirigiéndose al detective, prosiguió—. ¿Me permite unos momentos a solas con mi cliente, detective?

—Por supuesto. Tiene quince minutos.

Se marchó apacible con las manos en los bolsillos, no sin antes observar fijamente al chico que le mantuvo la mirada. Poseía unos ojos castaños muy claros, que se asemejaban tanto al ámbar y que el detective apenas podía ver con esfuerzos debido a los cabellos castaños que los cubrían de modo parcial. Su mirada era fuerte y apacible, aunque con cierto toque de vacío. Una mirada perdida.

Calliphora [Serie Fauna Cadavérica 1 ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora