CAPÍTULO 19 - LA ÚLTIMA DEL PELÓN SOBERA (2da parte)

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Con su presa en brazos, Higinio Sobera solicitó al taxista que continuara con su trayecto sin llamar demasiado la atención. El hombre, abrumado y en estado de shock por lo que acababa de suceder, continuó la marcha, acelerando un poco la velocidad para llamar la atención de algún policía de tránsito. Echó una breve mirada por el espejo retrovisor. La jovencita yacía con el rostro posado en el hombro de su asesino, tal y como si se encontrara profundamente dormida en brazos del ser amado.

Pronto, y como el hombre había previsto, un policía de tránsito lo obligó a orillarse en medio de la avenida debido al exceso de velocidad.

Mario respiró con alivio cuando el oficial le pidió que bajara la ventanilla.

—Joven, iba a exceso. Permítame sus credenciales.

El Taxista asintió con nerviosismo, intentando hacerle señales con los ojos al policía que no parecía reparar en él. De pronto, los pasajeros llamaron su atención.

—¿Está bien?

—No es nada, oficial. Mi prometido está un poco ebria, la llevo a su casa para que descanse.

—¿En dónde viven?

—Aquí adelantito. Mire, yo le insistí al chofer que acelerara, ya está usted viendo la situación, pero dígame cómo podemos arreglarlo.

—Usted dirá —murmuró el oficial.

Mario resopló con irritación y colocó ambas manos en el manubrio, apretándolo con desesperación.

—¿Se encuentra bien?

—Es que lo tengo como loco pidiéndole que acelere. Imagínese al rato que llegue a su casa, su mamá se pondrá como loca —sonrió Higinio, apretando el cuerpo de Margarita—. ¿Unos cinco pesos estarán bien?

—Ándele, pues —confirmó el oficial, extendiendo el brazo para coger la moneda plateada.

De ese modo, el taxi del pelón Sobera continuó su camino por las solitarias calles de la ciudad. Bendecido por la corrupción imperante de su México querido y embriagado por la adrenalina que sentía al tener el cuerpo de la chica tan cercano al suyo. A pesar de la mueca vacía en su rostro, Higinio podía ver destellos de luz provenientes de los ojos semiabiertos. Un cáliz dulzón brotaba de los labios carnosos que él anhelaba besar. La urgencia se volvió imperante.

—Ahí, párate —ordenó al taxista mientras colocaba el frío metal sobre sus costillas.

El hombre condujo en silencio hasta la entrada a la carretera a la ciudad de Toluca, ahí se detuvo como el pelón había ordenado, seguro de que estaba viviendo sus últimos momentos. ¿Qué más podría perder aquel hombre si le disparaba a quemarropa, tal y como lo había hecho con esa pobre chica?

Apagó el motor y, con resignación, soltó el manubrio en señal de rendición. Entonces, Higinio bajó, dejando a la mujer recostada en el asiento trasero. Dio media vuelta hasta el asiento del conductor y abrió la puerta con violencia.

—¡Bájate y arrodíllate ahí! ¡Deja las llaves puestas! —gritó.

El taxista elevó ambas manos y se bajó con cautela, obedeciendo sin rechistar. Se dejó caer al suelo y colocó la frente en la tierra suelta, esperando el tiro de gracia. Pero Higinio no disparó. Por el contrario, se metió enseguida al auto y arrancó a toda velocidad.

Llorando y en silencio, Mario agradeció a Dios porque sabía muy bien que le había dado una segunda oportunidad. La oportunidad de hacer lo correcto.

Se levantó y comenzó a hacer señas a los autos que, no obstante, pasaron indiferentes junto a él, uno a uno, sin importar sus lamentos.

Pasó casi una hora antes de que un taxista se detuviera.

Calliphora [Serie Fauna Cadavérica 1 ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora