CAPÍTULO 21 - DESESPERACIÓN

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—¡Él jamás mataría ni a una mosca! No es más que un pobre neu­ras­té­ni­co que tie­ne el sis­te­ma ner­vio­so he­cho pe­da­zos des­de la muer­te de su pa­dre, en 1948 —refutó la mujer con la voz quebrada. Sus pestañas estaban empapadas en lágrimas.

A su alrededor, una muchedumbre se congregaba con cámaras en las manos y libretas apuntándola a la cara.

Zoi­la de la Flor.

Se trataba de la infortunada madre del pelón Sobera, que en esos momentos se encontraba a un palmo de la reclusión de por vida. A pesar de que su propio abogado le había dado un sinnúmero de explicaciones sobre por qué el pelón era culpable de los cargos que se le imputaban, ella no daba su brazo a torcer, casada con la idea de que su hijo no podría ser capaz de hacerle daño a nadie, al menos no por maldad, sino por enfermedad. Y así, noche y día congregaba a la prensa, a la radio, a los periódicos, esperanzada con que alguien prestara atención a sus súplicas y le permitieran encerrarlo en un hospital psiquiátrico.

No obstante, las cosas no iban a ser tan sencillas.

Higinio había sido descubierto con el arma que había dado muerte a la joven Margarita. Él mismo había admitido durante los interrogatorios que aquella arma era suya y que con ella solo había intentado tranquilizar a la jovencita que había visto en la calle y a la que le había echado el ojo desde el primer momento. De acuerdo a sus exactas palabras, él no era más que una víctima de las circunstancias y del repudio de la mujer que, si lo hubiese permitido, se habría convertido en mucho más que una compañía casual. «Si hubieran visto esa mirada que me dirigió, seguramente la habrían asesinado también. Era como si le produjera asco, cuando yo solo quería una pequeña sonrisa».

Los detectives encargados del caso no podían más que aceptar que ese hombre estaba desquiciado, pero ya sería cuestión del juez y de las autoridades pertinentes dictarle prisión perpetua.

Por lo pronto, el caso continuaba abierto. Los peritos sospechaban que el arma que había asesinado a Margarita era la misma que acabara con las vidas de Guadalupe y Arturo. El resultado de los exámenes saldría al siguiente día por la mañana, de tal manera que todos se encontraban ante la expectativa. El público entero anhelaba ponerle al fin un rostro al macabro asesino de la joven de Miraflores, aquella hermosa chica de clase alta a la que nadie le quitaba el ojo.

Esa tarde, Espíndola se dirigió al sitio en donde tenían encerrado a Higinio. Necesitaba ver con sus propios ojos al asesino que había intentado atrapar, pero cuyos esfuerzos se habían desvanecido en la nada. ¿Cómo es que había perdido el rumbo? Estaba completamente seguro de sus hallazgos, y definitivamente algo no cuadraba ahí.

—Buenas tardes, detective. Lo traen en un momento —aclaró el guardia.

El detective asintió y se movió en el incómodo asiento de metal. Frente a él, un vidrio lo separaba del pasillo por el muy pronto vería desfilar a Higinio Sobera.

No pasó mucho tiempo cuando lo observó; se trataba de un hombre alto y delgado en extremo, sus ojeras demostraban las noches incómodas que había transcurrido en el reclusorio. La calva relucía, perlada en sudor. Y cuando se colocó en el asiento que los guardias le indicaron, Espíndola sintió que lo miraba sin mirarlo en realidad.

—¿Higinio Sobera?

—¿Eh? —tenía los ojos fuera de órbita y la saliva a punto de escapársele de la comisura de los labios.

—¿Le han dado algún sedante? —preguntó al oficial que se encogió de hombros sin el menor interés.

—Higinio, mi nombre es Francisco Espíndola. Soy el detective encargado del caso de Miraflores. Necesito hacerte una pregunta. —Higinio se quedó callado unos segundos, pero no respondió —. ¿Recuerdas en dónde conseguiste el arma?

Calliphora [Serie Fauna Cadavérica 1 ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora