34: El sabor de sus brazos

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Sinaí

Ese día me llegó el mensaje que lo cambiaría todo; cada aspecto de mi vida y de mi manera de interpretarla hasta entonces. Absoluta y definitivamente todo podría haberse evitado si Axer jamás hubiese presionado “enviar” al mensaje que me llegó esa tarde en el trabajo.

«La caja está abierta, solo hace falta que nos asomemos a ella, Schrödinger. Hoy. Ya es hora de que cobre lo que me debes».

El chófer italiano —al que a partir de ahora llamaremos Linguini porque el muy antipático nunca me dijo su nombre— me pasó a recoger horas antes de que terminara mi jornada laboral.

—Ve, ya recibimos los papeles de tu cita médica, no te preocupes —dijo mi jefe al verme que me asomaba hasta donde estaba el chófer.

No tenía ni puta idea de qué me estaba hablando, pero sin duda era obra de Axer.

Veinte minutos más tarde de camino en el auto de Linguini llegué a una residencia que, pese a toda la improbabilidad que pudiera oscilar alrededor de este hecho, no era otra que la que los Frey reconstruyeron para ellos y su equipo.

Era un edificio de cuatro plantas; las dos inferiores seguían siendo un conjunto de habitaciones identificadas con el nombre y apellido de cada trabajador, aunque a simple vista por la decoración, el material del piso y las paredes, ya se notaba como un área costosa. Había un ascensor central que se detenía antes de llegar al tercer piso, el primero de los remodelados para la familia Frey. Linguini tecleó una especie de código en los botones del ascensor, pegó su huella a una lámina de reconocimiento dactilar y de inmediato una voz robótica indicó que la compuerta que daba acceso a la vivienda de los Frey había sido abierta con éxito.

Subimos apenas un par de segundos más y el ascensor se abrió a mitad de una sala que, basados en el derroche de lujo e impecable orden, no podía pertenecer a nada menos que el palacio de los Frey.

Linguini me empujó, y hablo de forma literal, para que saliera del ascensor, cerró sus puertas y volvió a los pisos de abajo. En la ausencia de la monstruosidad cilíndrica de la que acababa de salir, una compuerta de acero se cerró de manera hermética. Fue como si nunca hubiese estado allí.

«¿Pero qué clase de ingenieros paga esta familia?»

Y yo preocupándome por el costo de los lentes. Ese gesto de parte de Axer debió haber sido como quitarle un vaso de agua al mar.

No podía creer que estaba dentro de la casa del crush de mi vida, la mantequilla que rellenaba mi pan canilla, la leche que mojaba mi galleta, el papasito que si me escupía yo me arrodillaba a disculparme por interponerme en la gloriosa trayectoria de su saliva.

Se me calentaban partes del cuerpo que no esperaba que pudiesen arder así solo con imaginar todas las veces que aquel monumento ruso había desfilado por aquella sala solo cubierto por una toalla, con su dorso desnudo y su ingle en tensión. Me ponía nerviosa de solo pensar en todas las cosas que había tocado Axer de aquel lugar, las veces que se sentaría a almorzar a la mesa, los sitios en los que su culo había estado pegado…

El suelo de aquel sitio estaba tan pulido que podía ver mi reflejo en el sin conflicto, las paredes estaban atestadas de piezas de cerámica blanca con formas y curvaturas abstractas que servían de repisa para cactus, jarrones y otros adornos minimalistas que contribuían a la decoración elegante e impoluta del lugar.

En medio de aquellas figuras de cerámica había una especie de cuadro artístico, no tenía marco ni lienzo, estaba conformado en su totalidad por dados de tamaños y colores varios. Era de las cosas más hipnóticas e inusualmente hermosas que había visto de cerca.

Nerd: obsesión enfermiza [Libro 1 y 2, COMPLETOS] [Ya en físico]Where stories live. Discover now