7: Dos partes de una misma yo

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Nunca estuve tan agradecida con los huecos en el asfalto de las calles del pueblo, esos que se llenaban de agua de lluvia que se quedaba empozada hasta que los rayos del sol la consumía, hasta que tuve que meter mi cabeza en uno de esos charcos pa...

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Nunca estuve tan agradecida con los huecos en el asfalto de las calles del pueblo, esos que se llenaban de agua de lluvia que se quedaba empozada hasta que los rayos del sol la consumía, hasta que tuve que meter mi cabeza en uno de esos charcos para lavarme el exceso de orina de otro.

Las personas eran malas por naturaleza, pero siempre había querido creer que había algo dentro de cada uno de nosotros que se quebraba cuando otra persona lloraba o demostraba estar sufriendo. Qué horrible manera me tocó para darme cuenta que, a algunos seres humanos, esas mismas muestras de dolor y vulnerabilidad eran los motivos por los que se sentían alentados para hacer daño.

No iba a volver a mi casa en el estado que me encontraba, con tierra en el cuero cabelludo y el contenido de la vejiga de Julio impregnado en mi ropa y mi cabello. Preferí acercarme a una de las casas de esa calle desconocida para mí. Era una horrible jugada de mi suerte que nadie se haya asomado por su ventana, o salido a la calle en el momento justo en que me torturaban. Concluí que la vida quería que yo atravesara por esas cosas para hacerme fuerte.

«Tal vez estás apretando de más», le dije a la vida. «Creo que vas a romperme».

Esos chicos habían llegado a un límite que no creí que ningún ser humano racional cruzaría, menos alguien a quien te consigues en la escuela, en tu vecindario, en el supermercado. Yo podría haber sido Rebeca, con una amiga, un hermano y un novio, y aquellos chicos me habrían parecido buenos. Pero era yo, Sinaí, un adefesio horrible de mirar e incapaz de defenderse. Aquellos hombres no me habrían hecho nada de eso si me hubiesen querido besar, al menos uno de ellos habría parado a los otros. Pero la realidad era muy distinta, y en un mundo como el que yo vivía las personas no sentían remordimiento de patear un animal sarnoso.

Frente a la casa a la que me había acercado, me arranqué los lentes de la cara y los tiré al suelo. Con mi zapato quebré el cristal y lo restregué contra el cemento sólido de la acera. El primer paso para dejar de ser el blanco de todas las burlas: obligar a mi madre a comprarme lentes decentes.

Toqué la puerta, húmeda y destrozada como estaba, sabiendo que mi rostro estaría hinchado, mi nariz roja y mis pequeñitos.

Abrió un hombre grande, su bóxer se notaba por encima de su bermuda, no tenía camisa y una carretera de vellos largos y rizados tapizaba su barriga desde el comienzo hasta perderse en su pecho alfombrado por más pelo. Me miró con el cejo fruncido, como si yo fuera uno de esos niños molestos que tocan la puerta para fastidiar y lo hubiese despertado de su siesta en el sofá.

Traté de sonar lo más madura posible y de que mi voz no se quebrara al hablar.

—¿Po...? —Carraspeé—. ¿Podría usar su baño?

—¿Para qué? —contestó en tono brusco. Su ceño se frunció mucho más con aquellas palabras hasta el punto en que su frente la atravesaban tres profundos surcos.

Nerd: obsesión enfermiza [Libro 1 y 2, COMPLETOS] [Ya en físico]Where stories live. Discover now