10: Separando lobos de ovejas

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Soto,Martes en la tarde

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Soto,
Martes en la tarde.

Soto odiaba tener que esperar afuera de la iglesia, pero la idea de entrar le era todavía más repulsiva.

Los martes por la tarde siempre programaban alguna evangelización juvenil, lo que significaba que mandaban a un grupo de muchachos a tocar la puerta de desconocidos, ofrecer trípticos evangélicos que nadie leía y dar una charla invasiva sobre por qué el extraño de turno debía aceptar al señor en su vida si no quería irse al infierno y condenar a toda su familia a la vez.

Soto había oído rumores. Su madre dejó caer que la menor de los Arroyo sería incluida al grupo juvenil ese día, y así fue. La mandaron a evangelizar de puerta en puerta con otros tres chicos. Uno de ellos era Alessandro, el hijo del pastor de la congregación.

Soto se cubrió con la capucha y los vio entrar de una calle a otra sentado desde un banco en la plaza, lo que él consideraba una distancia prudencial. Esperó y esperó, rogando que no se saltaran la calle crucial en su plan, hasta que al fin los vio entrar.

Se levantó, encendió un cigarro para calmar el hambre y los nervios, y se encomendó a su Dios antes de adentrarse en el lugar.

Esa calle había sido su escogida porque conocía a los vecinos del lugar. Todos trabajaban en horas como aquella, y no era un lugar concurrido. Así que los cuatro evangelizadores no recibirían respuesta aunque tocaran todas las puertas, y cuando Soto se pusiera manos a la obra ni una sola alma atravesaría la calle para interrumpirlo.

Se acercó con sigilo detrás del grupo, de un súbito jalón consumió el cuerpo de su cigarro, dejando apenas un rastro de cenizas encendidas que se dobló y cayó sobre el asfalto. Siempre se sentía incapaz de avanzar hasta terminar sus cigarrillos. Arrojó la colilla y la pisó con la suela de su zapato, y solo entonces sintió la fuerza necesaria para sacar su mano del bolsillo de su suéter, levantarla y apuntar al mayor de los cuatro de espaldas a él, justo en la nuca con su pistola.

Lo sintió tensarse, sus hombros se elevaron un poco al contener la respiración y los toques en la puerta cesaron. Los otros tres se giraron con lentitud a mirar al incógnito armado que los amenazaba, la chica, que apenas tenía 12 años recién cumplidos, contuvo el aliento y sus ojos temblaron de pavor. Pero no gritó, ni chilló, ni corrió.

Soto no tenía que ser adivino para saber que los labios de ella se movían porque le estaba rezando a su Dios. Él lo sabía porque lo había vivido. Tantos instantes de parálisis, de terror, y Dios siempre había estado ahí al alcance de una oración.

Cerró los ojos sabiendo que ellos solo verían sombras gracias a la capucha que lo cubría, e internamente le pidió a su Dios «dale fuerza, Dios. Que pueda superar esto».

—Los cuatro —dijo, engrosando la voz, y señaló con su mano libre el espacio entre dos casas que creaba una especie de callejón perfecto para la ocasión.

Nerd: obsesión enfermiza [Libro 1 y 2, COMPLETOS] [Ya en físico]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora