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Una ligera brisa otoñal entró a la habitación sacudiendo un poco los mechones sueltos de Lena, Wilinthea le había recogido su cabello en una trenza para ocultar que llevaba cerca de una semana sin bañarse. Lena ya no soportaba la picazón en su cabeza, no estaba segura si era por causa de la mugre o si se trataba de sangre seca sin embargo sí le constaba que ella apestaba, el olor de las cloacas de Heallven seguía impregnado en su piel incluso aún después de que Wilinthea le roció la botella completa del perfume más penetrante que pudo encontrar.

Miró el libro junto a su regazo, leyó el título dorado y después dirigió su atención al balcón de su habitación por donde el viento seguía entrando. La temperatura en la habitación cambió drásticamente, se volvió fría y fresca. Lena lamentó que su magia siguiera ausente y aunque su cuerpo estuviera recuperándose ella podía percibir la falta del calor que siempre había estado presente. A pesar de todos los problemas que su fuego pudiera ocasionarle, era suyo y sólo perdiéndolo se dio cuenta de lo dependiente que era de él incluso antes de saber que lo poseía. El calor protector siempre estuvo ahí. Aceptaba que sus golpes nunca serán tan poderosos como una llama de fuego, ella ya no sería tan fuerte sin su magia. No podría protegerse a sí misma nunca más.

Escuchó a la puerta principal abrirse en un chirrido y unas pesadas pisadas le siguieron, no mucho después la cara de Skandar apareció frente a ella. Traía una canasta llena de bocadillos en las manos, miró a Lena con alegría y entró.

—¿No tienes frío? —preguntó caminando hacia el balcón para proceder a cerrarlo sin esperar a que ella contestara.

—Creí que no te vería hoy —comentó Lena viéndolo caminar de regreso a ella y notó el lugar exacto donde colocó la canasta. Era en la esquina del mueble a su derecha. La canasta rozaba el borde y los panecillos se reflejaban en el espejo. Si estiraba su brazo podría tocar una de las galletas de chocolate. Skandar se sentó en la silla a lado de ella, exactamente junto a los bocadillos.

—El día tiene muchas horas, puedo dedicar una o dos a ti —contestó el hombre tomando una galleta antes de darle una gran mordida.

Lena pudo saborear las chispas de chocolate y miró las moronas caer sobre la ropa de Skandar.

—Como te fuiste hoy por la madrugada otra vez, pensé que ya no vendrías durante el día —explicó Lena señalándole las moronas en su propio cuello.

Él se sacudió el cuello y el pecho, y contestó.

—Por supuesto que iba a venir, alguien tenía que comerse todos estos presentes por ti —volvió a morder la galleta.

—¿Son míos? —Lena frunció el ceño y él asintió—. ¿Entonces por qué te los comes tú? —se quejó. Skandar sonrió con malicia—. Dámelos —ordenó Lena estirando el brazo sano hacia la canasta y él la movió unos centímetros para ponerla aún más lejos de Lena. Ella no se rindió, intentó otra vez, y otra vez, y otra vez. Hasta que se dio cuenta de que por mucho que se esforzara por llegar a los bocadillos sus dedos no eran lo suficientemente largos para alcanzar los postres—. Skandar... —suplicó viéndolo con ojos de cachorro mientras su brazo comenzó a dolerle un poco.

—No son para enfermos —dijo continuando con su galleta—. Las sanadoras dieron claras instrucciones de que sólo comieras verduras y carne —dio la mordida final y procedió a tomar un panqué de vainilla con miel.

—No estoy enferma –rezongó.

—Herida... enferma... estás en una cama, es lo mismo –respondió burlonamente.

—Si sabías que no puedo comer postres, ¿por qué me los has traído? —Skandar no tuvo que contestar para que Lena supiera la respuesta—. ¡Eres un sádico! —exclamó molesta mientras Skandar saboreaba su panqué con una amplia sonrisa malévola—. ¡Te odio! ¡Déjame sola y llévate esa estúpida canasta! —levantó la voz molesta y tomó un cojín a lado suyo para aventárselo a la cara pero su brazo carecía de fuerza así que el cojín cayó sobre los pies de Skandar.

Heredera de CenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora