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Skandar veía a la chica tratando de averiguar porqué estaba tan callada esa mañana, no le había dirigido ni una sola palabra desde que entró a la Sala de Entrenamiento y tampoco se quejó, como usualmente lo hacía, cuando le pidió que hiciera un breve calentamiento. Entrecerró los ojos creyendo que de esa forma la respuesta llegaría a él aunque lo único que siguió viendo fue la casi perfecta técnica de Lena con esa patada alta.

El lobo del día anterior apareció en su cabeza y concluyó que eso debía ser lo que la mantenía tan ocupada en sus pensamientos como para que le dedicara unas palabras, así que le contó las buenas noticias.

—El Capitán de la Guardia ha accedido a realizar patrullajes en los bosques —comentó cruzándose de brazos analizando detalladamente cada músculo en el cuerpo de la chica.

Lena lo vio de reojo y dio otras dos patadas rápidas, directo al manequí justo en lo que sería el abdomen y el cuello respectivamente.

—¿Tú lo pediste? —preguntó finalmente.

—Después de ver a la bestia que presenciamos ayer creí que era imprescindible, sobre todo cuando ocurrió tan cerca del castillo —explicó antes de señalarle el lugar correcto donde debió golpear el maniquí de cuero.

—En otras palabras, abriste la cacería oficial de ese pobre animal —se limpió el sudor de la frente con el antebrazo.

—Hablas de él como si fuera un perro indefenso —dijo con un poco de gracia—. Ese pobre animal estuvo a punto de matarnos, y otros pueden salir heridos si no lo prevenimos.

—¿Por qué todo tiene que acabar en muerte para ti? —se giró a verlo con una mueca de disgusto mientras se apartaba de la frente los cabellos mojados por el sudor.

—Sabes que es necesario y que tengo razón.

Lena abrió la boca dispuesta a objetar sin embargo soltó un bufido expresando lo molesta que estaba.

Un silencio incómodo se creó entre los dos, ya habían dejado claro cuál era la posición del otro y ambos eran igual de tercos. No tenía caso alguno discutir, sería como hablarle a una pared. Aunque Skandar Dankworth no sabía de límites.

—Dame tus manos —ordenó el general caminando hacia ella.

Lena se cruzó de brazos.

—¿Tú no tienes las tuyas? —rezongó todavía molesta por las recientes noticias pero al menos ya la había hecho hablar.

—Dámelas —insistió.

Lena rodó los ojos y permitió que las tocara. Skandar las pesó en sus propias palmas de la misma forma en que su padre lo hizo antes de ponerle su primera espada en las manos. El general no planeaba permitirle manejar ningún arma hasta dentro de dos semanas más pero consideró que ya era tiempo.

—El general Powell una vez me contó que para blandir una espada, primero hay que saber identificar los momentos en los que debemos utilizarla y en los que no —recordó las palabras del difunto hombre y le devolvió sus manos—. Tú me demostraste que ya eres capaz de hacerlo cuando no me dejaste desenvainar mi espada en el bosque.

—¿Qué estás tratando de decirme? —preguntó Lena aunque ya sospechaba para dónde iba Skandar.

Skandar sonrió y los ojos marrones de la chica recuperaron el brillo que les había hecho falta desde que llegó al entrenamiento.

—Tus brazos ya son lo suficientemente fuertes como para sostener la más pequeña de las espadas —afirmó caminando hacia los estantes donde estas se encontraban.

Fingió que no escuchó el leve grito de felicidad de la castaña y tomó un par de espadas sin filo, no iba a arriesgarse a ser cortado durante las clases de Lena. Se sintió tranquilo al ver que Lena había olvidado su pelea de minutos atrás, curiosamente no le gustaba sentirse en conflicto con ella.

Heredera de CenizasWhere stories live. Discover now