Reunión de consorcio

19 2 10
                                    

La capitana iba y venía a lo largo del salón de usos múltiples enfurecida como un león enjaulado. La tripulación, sentada alrededor de la mesa, la seguían con la mirada: algunos, girando la cabeza a un lado y a otro; los demás, con el cuerpo fijo, de manera que solo los ojos acompañaban el vaivén de péndulo horizontal.

Solo los pasajeros —el equipo científico— parecían no prestarle atención. El doctor Viejobueno tenía los codos apoyados en la mesa, las manos juntas y la frente apoyada en ellas como si rezara; la doctora Miriam Katz, su esposa, la espalda recta, los brazos cruzados y la mirada al frente; Vera, la hija de ambos, pasante en el Instituto Roddenberry, con los ojos entrecerrados, uno de los codos sobre la mesa y una mejilla apoyada en la mano, de manera que el cuerpo se inclinaba al punto de que todos esperaban el momento en que se quedara dormida para verla caerse. Lucero, por su parte, se miraba los dedos de las manos, como estudiando unas uñas que, en realidad, no tenía.

A pesar de la incomodidad de ese silencio, ninguna de las once personas allí presentes pensaba en tomar la palabra; atrás había quedado, ya, el momento de los reclamos, las quejas y los gritos, los «qué mierda pasa», los «no puede ser» y los «todo es culpa suya». Lo que quedaba, después de todo ese caos, era una decisión: cuáles eran los pasos a seguir y cómo llevarlos a cabo. Una típica «reunión de consorcio», como la llamaban en broma la tripulación.

Aunque, en realidad, todos sabían que, más que debatir, lo que harían sería confirmar lo que había decidido una sola persona. La capitana.

—Tenemos que salir y averiguar dónde mierda nos encontramos —dijo esta sin dejar de caminar—. Evaluemos la situación. ¿Cómo estamos de provisiones?

Adriano Lin, oficial médico y científico, enfermero ocasional y cocinero frecuente, un joven de treinta años que ostentaba el raro título de ser uno de los primeros nacidos en la luna terrestre, se enderezó en la butaca y carraspeó antes de hablar.

—Los enlatados se terminaron hace rato; ya lo dije en el informe que hice hace... hace... —Sánchez bufó con impaciencia—. No me acuerdo, hace rato. Lo que es apto para consumo de lo que nos dio la comitiva diplomática de la Primera Colonia de Hu Hu Hu ocupa un tercio del depósito, los alimentos frescos... ¿Dina?

—Los cultivos están bien —intervino Ondina, que, además de la seguridad y los análisis tácticos, se encargaba de supervisar el uso de la biblioteca y el cuidado de la huerta—. De agua, estamos bien. Las municiones están algo bajas —se apresuró a agregar al ver que la capitana abría la boca—, así que recomiendo que las usemos con criterio. De combustible estamos bien.

—Excelente. ¿Medicamentos y suministros?

Esta vez, el oficial médico dejó que hablara el enfermero, asistente científico, director técnico autoproclamado de los equipos de voley y básquet de la nave, y profesor de natación, atletismo, artes marciales mixtas y teatro.

—Estamos un poco bajos de los medicamentos de uso frecuente: ibuprofeno, paracetamol, omeprazol, y esas cosas, pero a esta altura era lo esperable. De lo demás estamos bien, todo se estuvo usando en la medida de lo previsto. Podemos esperar un poco antes de reabastecernos.

—Bien, bien —murmuró Sánchez para hacer tiempo a recordar lo que tenía que decir—. De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer...

—¿Y la yerba? —interrumpió una voz.

Un murmullo de hartazgo se elevó de la mesa.

—¡Ay, por favor! —se quejó Ondina levantando la voz—. Escuchame, Lucero, ya te expliqué que el proceso lleva su tiempo. Tenés que esperar, igual que todos los demás. Peor estoy yo, que me quedé sin manzanilla.

Le aludide bufó, moleste; el resto le echó una mirada de hastío antes de volverse hacia la capitana una vez más.

—De acuerdo —continuó esta—. Podríamos sentarnos a pensar un poco más las cosas, entonces. El problema, tal como lo veo, es que nos encontramos en una situación demasiado extraña, por lo que me parece que deberíamos estar preparados para cualquier eventualidad. Eso incluye la posibilidad de que no podamos salir de aquí en el corto plazo. Por eso, me parece, también, que tomarnos nuestro tiempo es un lujo que no nos podemos dar. Tenemos que salir en una expedición de reconocimiento.

Se detuvo y paseó la mirada por los rostros de toda la tripulación.

—¡Roxana! —exclamó al fin.

La oficial a cargo de las operaciones se enderezó de un salto. Estuvo a punto de hacer el saludo de los Boy Scouts.

—¡Señora!

—Vamos a probar suerte con los instrumentos otra vez. Vos vas a estar a cargo. Necesitamos información sobre el exterior: composición de la atmósfera, si la hay, presión, composición del piso y las paredes, características de la luz, presencia de microorganismos, de ondas, de sustancias tóxicas y atóxicas, en fin... Todo lo que se les ocurra. Adriano, Nahuel. —Los señaló—. Ustedes trabajan con ella. Nadia, Ondina, Lucero —agregó—, vengan conmigo.

Todos se levantaron. Al ver que el equipo científico permanecía inmóvil, Sánchez levantó la voz y los señaló también.

—Ustedes tres. —Los aludidos levantaron la cabeza—. Aplica a ustedes también. Quedan bajo las órdenes de la teniente Sosa.

Se hizo el silencio. La sonora reacción del doctor Viejobueno no se hizo esperar. Se levantó con expresión digna y dijo desde el otro extremo de la mesa:

—No pensamos obedecer órdenes de una niña que no tiene ni la edad de nuestra hija.

Vera puso los ojos en blanco, mientras que Roxana, que ya se iba, se dio vuelta y lo increpó:

—¡Ey! Esta niña tiene rango, sabe. Y usted está en el mismo brete que todos, así que le toca colaborar como a todos. Y por cierto, le llevo dos años a su hija, viejo nefasto —agregó en voz baja, pero no tanto como para que el astrofísico no la oyera.

Viejobueno levantó presión mientras que su hija estallaba en carcajadas.

—¡No estamos dispuestos a tolerar estas faltas de respeto!

La capitana comenzó a masajearse las sienes; cuando la oficial de seguridad la interrogó con un gesto, ella asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—Necesito una aspirina —dijo.

Ondina se acercó al tumulto que se estaba generando con su pose de «policía mala», como ella decía: torso apenas inclinado hacia adelante, puños cerrados y rostro serio —que, en una época lejana se había conocido como «cara de culo»—. Se detuvo junto al grupo, se cruzó de brazos y esperó. De a poco, al darse cuenta de su presencia, todos se fueron callando: Roxana, Adriano, Nahuel, Vera, Miriam, y, por último, Tadeo, que no cambió su expresión desafiante. Sin embargo, ella no se movió ni abrió la boca. Dejó que la presencia de su tamaño y la actitud hablaran por ella hasta que, de a uno, sus compañeros se fueron retirando del salón para irse a sus puestos de trabajo. Los últimos fueron los miembros de la familia Viejobueno, en particular, el padre, que le sostuvo la mirada hasta que Nadia se asomó por detrás de Ondina y le dijo que se dejara de joder con solo abrir los ojos de más. De mala gana, el hombre le dio la espalda a las dos mujeres para seguir al resto del equipo, no sin antes volverse justo antes de salir para echar una mirada de disgusto a la oficial, que seguía en la misma posición, la que aflojó solo cuando la puerta terminó de cerrarse.

—Elegí una nave chiquita, me decían mis amigas, las naves chiquitas son más tranquilas, me decían. Enseñarle a un montón de preescolares es mucho menos estresante que este trabajo de mierda —suspiró.


El último viaje de la GorodischerWhere stories live. Discover now