VII

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Killian regresó de la cocina con dos vasos de agua. Colocó ambos encima de portavasos de colores llamativos. Eran una artesanía mexicana, de las pocas que había en la casa de su padre, y eso era porque Oliver Callahan regresó muy pocas veces a su país una vez que contrajo nupcias con la pintora Milagros Herrán. Deslizó uno por sobre la mesa de centro, para dejarlo frente a Thibault, sentado en el sofá frente a él. Estaba siendo ridículo al no querer ni acercarse.

     —Quisiera empezar por disculparme —Thibault comenzó, y al no recibir respuesta, decidió continuar—: Fue muy poco profesional de mi parte haber... bueno, haber hecho lo que hice. No soy así. Supongo que ya no hay manera de resarcir lo hecho. Tal vez te quedes con la imagen del hombre imprudente que fui, para siempre.

     Hubo silencio. Killian tomó con ambas manos el vaso con agua y miró el fondo.

     —Por favor, dime algo —por primera vez desde que Killian lo conocía, Thibault sonó vulnerable y eso le provocó un escalofrío.

     Era una anacronía. Algo que no debía ser. Ese pensamiento fue lo que obligó a hablar.

     —¿Por qué?

     —¿Por qué... qué? —Thibault enarcó una ceja.

     —¿Por qué me besaste?

     —Porque creo que eres guapo. Después de lo sucedido, estuve hablando con Immanuel. No fue hasta hace poco que le pregunté... ya sabes, si eres gay. Me dijo que no. Me dijo que...

     —No me gusta nada.

     —Exacto. Respeto eso, Killian. No quería que la relación se tornara incómoda. Vas a publicar con la editorial que dirijo. Lo que hice estuvo totalmente fuera de lugar.

     —¿Incómoda? ¿Qué no lo era ya? —Killian se escuchó enojado y frustrado, aunque no precisamente contra Thibault, sino con la situación en sí misma.

     —Sé que no soy un hombre fácil de llevar. Pero créeme que puedo ser peor.

     —Vaya, gracias por eso —con un dejo de sorna poco usual en él, Killian respondió.

     —También... también descubrí otra cosa. Que ya nos conocíamos de antes, de hace muchos años.

     Eso sí que Killian no se lo esperaba. Frunció el ceño e inclinó la cabeza como un cuervo.

     —En Nueva York, hace unos veinte años —continuó Thibault—, tú ibas con Immanuel. Me parece que pasaron ese verano en la ciudad. Yo pasaba cada verano en Manhattan porque era un respiro a una vida que en ese entonces mantenía en secreto. Eran los noventa, este asunto no era como es hoy.

     —¡Por supuesto! —Killian pareció atar los cabos—. En aquel club de la Avenida de las Américas. Tú... tú no dejabas de verme —casi sonrió y se peinó el cabello oscuro hacia atrás.

     —Desde entonces creí que eras guapo. Pero yo iba con mi novio.

     Desde luego, también recordó al chico rubio, blanco como papel. Un fantasma. Y recordó algo más reciente también. La foto en el escritorio de Samantha; eran ellos dos. Thibault y el chico rubio. Hubo una extraña y fugaz satisfacción en por fin poder unir todos esos puntos, aunque no era bálsamo suficiente para su desazón.

     —¿Ya no estás con él? —con voz débil, Killian se atrevió a preguntar.

     —Albert murió hace seis años —Thibault respondió de tal forma, que pareció que tenía esa respuesta ensayada. Como si hubiera estado esperando la pregunta.

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