XIII

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Fueron días de intensas lluvias en la Ciudad de México. Thibault se mantuvo al lado de Killian como guardián inobjetable y silencioso. Estuvo con él en cada jornada de luto. Y salvo la primera noche, durmieron en habitaciones separadas, sin apenas tocar el tema de ellos dos. No era momento. Killian escuetamente explicó que ninguno de sus padres había sido especialmente religioso, pero que su madre apreciaba en demasía las costumbres de su país, y ello incluía toda la pompa fúnebre usual. Velatorio, sepelio y novenario incluídos. De ese modo, fue una de las últimas voluntades de Oliver también. Para su fortuna, Soledad se estaba haciendo cargo de eso.

     Asistía muy poca gente a los novenarios, porque la mayoría de los amigos del matrimonio Callahan-Herrán eran artistas e intelectuales que negaban toda religión organizada. Durante ese par de horas, Killian se encerraba, con Thibault, en aquella otra ala de la casa que lucía más reciente. Tenía todas las comodidades. Era como una casa más pequeña, de una sola habitación, con baño completo, pero sin cocina, y cuya estancia, en lugar de poseer una sala, tenía pinta de taller. Todo un muro era un ventanal que dejaba entrar la luz. Posiblemente era el lugar donde trabajó Milagros Herrán en vida.

     El sol salió para la última jornada de novena.

     —Así es el verano en México —explicó Killian, mientras tomaba con los dedos una dalia de rojo muy intenso—. Me alegra que esto haya terminado. —Se refería a las exequias posteriores a la muerte de su padre.

     Thibault estaba más atrás, con las manos entrelazadas en la espalda. No respondió, sólo lo siguió cuando Killian caminó de nuevo. Se acercó a una higuera, cuyos frutos estaban por madurar. En una rama de un retorcido árbol al lado, mucho más fuerte, había amarrada una cuerda de henequén.

     —Mi padre me hizo un columpio aquí —continuó Killian—, pero la madera se pudrió hace tiempo. Sólo quedó esto.

     —Podemos hacer uno nuevo.

     —¿No estamos grandes para eso? —Al fin se giró y lo miró con tristeza.

     Continuaron caminando por el jardín cuando el teléfono de Thibault sonó. Respondió, quedándose atrás. Killian se detuvo, y lo miró. Lo escuchó hablar en inglés sobre asuntos que concernían a Silver Deer.

     —El deber te llama —Killian habló cuando Thibault regresó a su lado. Reanudó su marcha.

     —Mi deber es aquí, y ahora. Contigo.

     Killian lo miró por sobre su hombro, sin detenerse.

     —Tarde o temprano debes regresar. —Se metió por la puerta trasera a la cocina. Soledad estaba ahí, poniendo en orden las cosas, ahora que los visitantes se habían marchado, y ya no iban a regresar.

     —Sobraron tamales —dijo la mujer—. Les voy a calentar unos. Hice champurrado también. —Killian estaba demasiado agotado como para intentar detenerla. Se sentó a la mesa, y Thibault lo imitó.

     Ambos hombres miraron a la mujer ir de aquí para allá, hasta que colocó dos platos de talavera frente a ellos, con tamales de salsa verde y pollo. Además de dos jarros de barro con champurrado. Disculpándose, la mujer se marchó.

     —Espero te guste. —Killian miró a Thibault y luego, con cuidado, le quitó la hoja de maíz a su tamal.

     Comieron en silencio.

     —¿Y bien? —Killian alzó ambas cejas—. ¿Qué tal?

     —Diferente. Pero... me gustó. —Fue el veredicto culinario de Thibault.

Déjà entendu ✓ 🏆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora