C5: Eventualidad.

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Son alrededor de las ocho de la mañana del sábado cuando salgo de la casa rodante para esperar el coche que mi madre envía para recogerme usualmente

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Son alrededor de las ocho de la mañana del sábado cuando salgo de la casa rodante para esperar el coche que mi madre envía para recogerme usualmente.

Normalmente la calle está desolada dado que los habitantes de la zona universitaria no suelen madrugar. Por mi parte me levanté alrededor de las seis para repasar mis apuntes de la teoría general de movimiento y la psicología del arte, a su vez tomé algo de café y terminé con los detalles de la obra de anoche.

Usualmente hacer retratos me lleva varios días por el hecho de que casi nunca dispongo del tiempo suficiente para empezar y acabar en cuestión de menos de veinticuatro horas, e incluso he tardado un par de semanas si los hago con acuarelas. Sin embargo, algo ocurrió anoche, algo que me mantuvo despierto hasta alrededor de las dos de la mañana y detonó en mí una obsesión por terminar ese cuadro.

Cualquier artista sabe lo que es caer en las garras de la obsesión, ceder ante la tentación de lo que significa la fusión de la imaginación y el pincel en mano. Ellos quedan atrapados entre el lienzo y sus pensamientos, y así se pierden por horas, como me ha pasado a mí, en algún lugar que tiene boleto de ida pero no de vuelta. O por lo menos no hay regreso hasta que termines de pintar.

Y, sorprendentemente, ese algo que me costó mis horas de sueño se encuentra frente a mí en este instante.

Ella sale de la casa de Mei Ling bostezando con somnolencia mientras se echa una cartera al hombro. Luce zapatos bajos, un vestido floreado diferente al de ayer y sobre este un abrigo rojo de lana. Camina prácticamente con los ojos cerrados hasta una bicicleta amarilla que está abandonada en el porche y maniobra para alcanzarla y bajar los escalones.

Entonces me ve.

De forma automática una de sus manos vuela a sus labios escondiendo el bostezo.

—Demasiado tarde—le digo metiendo mis manos en los bolsillos de mis jeans. —Ya vi tu úvula, lengua y hasta lo que desayunaste.

Ella deja caer su mano y sus labios se curvan en una genuina sonrisa antes de que comience a reír. El sonido es suave y ligero, casi musical.

—Buenos días para ti también—replica con diversión en su voz llegando a la calle y apoyando la bicicleta contra su cadera, es ahí cuando eleva sus manos hacia su cabello suelto y mecido por la fresca brisa de la mañana veraniega. Se toma su tiempo para acomodarlo en un rodete flojo en la cima de su cabeza y me percato de que deja a propósito unos cuantos mechones sueltos para que cubran su cicatriz. —¿Qué estás...? ¡Mal día para usar vestido!—chilla en el momento en que una ráfaga de brisa nos golpea y la falda de la prenda se arremolina y comienza a subir. Una de sus manos se dispara a su entrepierna y la otra a su trasero con rapidez, y entonces la bicicleta cae contra el asfalto en un ruido rimbombante.

Aparto la vista y hago el esfuerzo de reprimir la ladeada sonrisa que ni siquiera sé en qué momento se formó en mi rostro. Ella, por otro lado, se aferra a sus partes íntimas tanto delanteras como traseras con ojos amplios y avergonzados. Sonríe con nerviosismo y veo el rubor cubriendo sus mejillas; es torpe, inocente y parece tener la reacción de una niña a pesar de que soy consciente de que es capaz de reflexionar como una adulta.

Extra pointWhere stories live. Discover now