C25: Volar.

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Hace muchos años atrás mi madre dijo que era hora de aprender a nadar

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Hace muchos años atrás mi madre dijo que era hora de aprender a nadar. Al principio no le encontraba sentido a que quisiera enseñarme, ¿cómo voy a nada si no soy un pez? Le pregunté.

Anne Murphy sonrío.

—No necesitas tener aletas para nadar, y tampoco alas para volar. No precisas ser un dragón para escupir fuego, ni ser un gato para caer de pie. —La miré extrañada mientras se encargaba de acomodar los mechones sueltos de la trenza tras mi oreja—. No hace falta nacer con una habilidad para dominarla, Zoe —explicó fijando aquellos ojos de un cálido color esmeralda en los míos—. Nunca subestimes la capacidad y el anhelo de un ser por hacer algo que, a pesar de que no nació destinado a practicar, quiere experimentar. —Su sonrisa creció al notar la forma en que mis propios labios se curvaban con entusiasmo.

En aquella época me dijeron que no precisaba ser un dragón para escupir fuego, y eso sonaba tan increíble como mágico. No puedes culpar a una niña por maravillarse ante semejante idea. Sin embargo, ahora que he crecido y soy capaz de percatarme de que las palabras de mamá no eran más que un recordatorio disfrazado con criaturas medievales, imposibilidad y magia hecha palabras, sé que aquello fue una exageración para que entendiera lo siguiente: puedo ser y hacer lo que quiera, incluso cuando no hay señal de posibilidad alguna.

Su enseñanza me viene a la mente dado que lo que estoy contemplando hubiera sido una excelente representación gráfica para la Zoe Murphy de seis años.

Los tiburones pueden volar.

Decenas y decenas de tiburones navegan por los aires, convirtiendo del cielo en su propio océano. Están hechos con un material brillante, y cada uno lleva el número de un jugador de los Sharps. Se mecen gracias a la tenue brisa nocturna, y por un segundo creo que estoy literalmente en el fondo del mar: vuelan con gracia y sosiego, cruzando caminos, perdiéndose en las alturas y volviéndose a encontrar, tal como nadarían en las profundidades.

Entonces, sin previo aviso, los reflectores vuelven a encenderse y los tiburones captan la luz y la reflejan en todas direcciones, como lo harían un centenar de bolas disco. La multitud que contempla la escena se ve bañada en colores y sombras, y los espectadores son incapaces de hacer algo más que estremecerse ante tal espectáculo. La escena roba el aliento a aquellos que ven desde abajo la fascinante manera en que los animales planean en el fondo renegrido, sobre los ojos de los curiosos y bajo el firmamento estrellado.

Las trompetas, proporcionadas y tocadas por la banda de la OCU, vuelven a sonar con estruendo antes de que los gritos de los jugadores se vuelquen en el aire y los Sharps aparezcan en el campo cargando a Shane Wasaik sobre ellos. La música regresa acompañada de los cañones de confeti y pronto la fiesta se encuentra en un punto de apogeo total: la alegría se fusiona con la fogosidad del momento, las notas de júbilo tiñen las centenares de voces y los cuerpos no parecen poder resistirse al ritmo de la melodía. La aglomeración se lanza a bailar bajo las sombres y luces de los tiburones, y al unísono caturrean el nombre de Shane, glorificándolo mientras sus compañeros lo pasean ida y vuelta por el estadio.

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