14. Murphy

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Estaba claro que la ley de Murphy me perseguía, estaba maldita

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Estaba claro que la ley de Murphy me perseguía, estaba maldita.

—¿Hola? —contestó.

Me giré al escucharlo y retrocedí, y él me pasó el teléfono enseguida. Me lo pegué a la oreja, aún caminando apresurada en busca de Dania.

—¿Quién es usted? ¿Valen, con quién estás? —dijo una voz familiar al otro lado de la línea.

«Tierra trágame».

Mis padres me llamaban cada muerte de obispo. ¿Cuántas probabilidades había de que les respondiera un chico?

—Hola, papá —respondí avergonzada—, ¿cómo estás?

Lo conocía bien: debía de estar montándose mil películas en su cabeza, imaginándose los motivos por los que le podía haber respondido una voz masculina.

—¡Val! Bien, mi niñita —repuso, poniendo especial énfasis en la última palabra—. ¿Cómo va todo por allá?

«Ay, no quiero tener esta conversación ahora».

—Muy bien. ¿Puedo llamarte luego? Estoy saliendo de clase.

—¿Por qué tanta prisa? ¿Vas a perder el bus?

Me distraje al ver a Amon saliendo de su aula con la cara embadurnada de chocolate. Mi mejor amiga, detrás de él, intentaba limpiarlo con un puñado de servilletas. Lamentaba haberla dejado con ese loco, pero había sido por una buena causa.

—Hola, pecadora, ¿Cómo te fue? ¿No invocaste al diablo hoy?

«¿Por qué tienen que decir tonterías justo cuando estoy en una llamada con mi familia sobreprotectora?».

—¿Qué? —preguntó mi padre a través de la línea.

Como la persona valiente que era, le corté sin darle más explicaciones.

Ese era un problema de la Val del futuro. Por el momento, podía descargar mi ira sobre los chicos. Eran unos idiotas, siempre causando estragos en mi vida.

—¡¿Por qué dirías algo así?! —le grité a Amon mientras apagaba el teléfono.

—Lo tenías al revés, se podía ver con quién hablabas —se burló él.

—Me caes mal.

—Agradece que no haya dicho algo peor, podría haber gemido. —Se calló de pronto, como si se hubiera quedado sin aire.

—Compórtate —le regañó Mam. Al ver su puño cerrado, deduje que el repentino silencio de Amon era cosa suya. Nunca pasaba un día sin que descubriera algo nuevo de ellos y sus poderes.

—¿Podemos volver al convento? Estoy agotada.

—Tú siempre estás agotada, holgazana —me presionó Amon.

—¡No lo estaría si ustedes me dejaran dormir!

Inmediatamente sentí que el calor se apoderaba de mi rostro. Tenía que dejar de gritar cosas que podían malinterpretarse en medio del instituto, en especial cuando hablaba con «mis primos», lo cual lo hacía más raro aún.

Eché a andar para salir del edificio en dirección a la parada del autobús. Mientras caminábamos, me percaté de que tanto Mam como Amon tenían los teléfonos que les había dado Belfegor; se parecían al de Levi. Además, el pelirrojo llevaba un maletín en el que guardaba un cuaderno extraño. Yo no tenía ni idea de dónde había podido sacarlos, pero era evidente que los cuidaba con bastante recelo.

Nos sentamos al fondo del todo, como ya era costumbre, dado que era la única parte donde entraba el grupo al completo. Los demás alumnos debían de pensar que éramos drogadictos o algo: siempre íbamos gritando por la vida y armando jaleo.

Durante el trayecto, me puse los auriculares y subí el volumen de la música al máximo, casi tanto que me dolieron los oídos, pero al menos pude desconectar por un rato.

Dania se despidió de mí al llegar a su parada y, al ver que había dejado su asiento junto a la ventana vacío, traté de cambiarme para contemplar el cielo nublado. Sin embargo, algo me detuvo. Me froté los ojos dudando de mi capacidad visual; tal vez había desarrollado miopía en las últimas semanas a causa del estrés. Pero no, el asiento estaba claramente vacío.

Temblando, volví a extender una mano para asegurarme de que no estaba alucinando. Esta vez, nada se interpuso entre mi piel y el frío plástico. Pero entonces sentí que unos dedos apretaban mi brazo. Se me cortó la respiración por unos segundos, en especial cuando miré a los chicos y vi que estaban leyendo, demasiado ensimismados como para estarme gastando una broma.

Aquellas garras invisibles eran afiladas. Retrocedí intentando liberarme, desesperada.

Evité gritar y traté de zafarme por mí misma. Sentí que algo húmedo se deslizaba desde mi cuello hasta mi oreja, y entonces esa fuerza incorpórea me soltó. Me quité los auriculares aterrada; ni siquiera alcanzaba a imaginar qué podría ser aquella cosa. Una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo. Si la sensación hubiera durado un solo instante más, habría informado a los chicos.

Permanecí alerta el resto del viaje, pero afortunadamente no volvió a ocurrir nada parecido. Me resultó difícil calmarme. Pasé la mano una vez más por el asiento vacío, que aún estaba húmedo, y me esforcé por fingir que nada de aquello había pasado.

Al llegar al convento, las hermanas me pidieron que las ayudara a desmantelar el altar del templo; había que cambiar la decoración para la siguiente celebración.

Mientras apagaba las velas, vi pasar a Agus cargado con un par de macetas llenas de flores. Habría ido a hablar con él si no hubiera sido por las monjas, que me vigilaban atentamente para asegurarse de que cumplía con mis obligaciones.

Él me guiñó un ojo al verme y dejó un narciso justo en la puerta principal. Puede que fuera porque me había ido alejando progresivamente de los chicos «comunes», pero Agus tenía algo que me atraía. Y si conseguía escaparme de los demonios, pronto descubriría el qué. 

Un templo encantador │YA EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now