Capítulo 11

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Abrió los ojos y miró la hora. Las 12:15. Mierda... Se había quedado frita. Estaba segura de haber puesto la alarma, pero también creía que se había desmaquillado y tenía la boca como si fuese Joker. Se vistió con lo primero que encontró, aunque asegurándose de que al menos fuese una combinación medianamente aceptable. Cogió su mochila y bajó corriendo las escaleras.

Llevaba el pelo recogido en una coleta, que básica mente se traducía en que su pelo estaba algo sucio y no le había dado tiempo a lavárselo. Por fortuna, no tenía tendencia a tener el pelo muy graso. Cualquier parecido que hubiese ayer con Elena ya no existía.

Subió las escaleras. Las 12:38. Podría haber sido peor. Giró hacia la sala de ordenadores y le vio. Ahí estaba esa corriente. La sentía brotar cuando la miraba pero se intensificaba muchísimo cuando se rozaban casualmente para estrecharse la mano o ella intentaba matarla de un infarto tocándole el hombro.

—Perdona por el retraso, me he entretenido un poco... —Notaba que se ruborizaba. Maldito cuerpo el suyo, que nunca se ponía de su parte.

—No te preocupes. He aprovechado para ver si encontraba un poco de información. ¿Pudiste leer la esquela que te mandé? Sé que era tarde y puede que... —Estaba frente a la pantalla del ordenador y la miraba con la cabeza ladeada.

—Sí, la pude leer. La verdad es que me pareció preciosa, entiendo por qué te llamó la intención. Por cierto, ¿La has encontrado en el ordenador? Me gusta imprimirlas y guardarlas...

—Por ahora la esquela no. He encontrado algunos datos relacionados con los familiares, pero puedes imprimir la foto que te mandé si eso te sirve, claro. —Alba miraba el ordenador, enfrascado en los datos que había hallado.

—Sí, es justo lo que voy a hacer — dijo Natalia sentándose en el ordenador que estaba al lado.

Se mandó la foto al correo desde su móvil. Abrió la bandeja de entrada y esperó unos minutos hasta que el mensaje nuevo apareció. Pulsó la tecla de imprimir y fue a recoger la hoja que había salido de la impresora. En ella se leía:

Mi querida Carlota. Siempre fuiste la primera. Mi primer beso, mi primer amor, mi todo. Eras la primera en empezar las discusiones y también en acabarlas. La primera en amanecer y en caer rendida por las noches. La primera de los dos en marcharse. Fuiste siempre la primera, y siempre serás la última. Te amo, Carlota.

—¿Qué has averiguado? —dijo Natalia sentándose junto a Alba.

—La esquela la ha escrito un hombre que se llama Manuel Torres, de 50 años de edad. La mujer de la esquela, Carlota, murió de un infarto repentino a los 48 años, hace apenas dos meses —explicó Alba.

—Qué horror, era una mujer muy joven... —Natalia negó con la cabeza, notando que se le hacía un nudo en el estómago—. Pobre hombre, se quedaría destrozado.

Se imaginó a su madre y a su padre. Eran muy jóvenes, y no se le pasaba por la cabeza que uno de los dos pudiera marcharse tan pronto. Tampoco hubiera imaginado que su hermana los abandonara de esa forma. El dolor le retorció las entrañas: la vida había demostrado ser muy cruel cuando quería.

—... esta tarde si quieres —estaba diciendo Alba. Mierda. No se había enterado de nada, se había quedado presa de sus recuerdos y del dolor, e ignoraba que le estaba hablando—. ¿Estás bien? —preguntó ella. Y posó su mano sobre la suya.

Natalia sintió tal descarga que apartó la mano por instinto. Ella se sobresaltó. No quería que pensara que le había molestado. Nada más lejos de la realidad. Era una tontería, aunque para ella valía mucho. Pero no había podido evitar apartar la mano; habría jurado ver la corriente con sus propios ojos. Era muy fuerte. ¿La sentiría ella también? Posiblemente no.

La chica de las mil almasWhere stories live. Discover now