Capítulo 12

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La mañana siguiente se levantó un poco más tarde. Se pasó el día escribiendo sobre la historia de Manuel y Carlota. Alba y ella fueron después de la comida a la casa del viudo y estuvieron charlando con él cerca de una hora. Les contó lo repentino que había sido y que eso lo había hecho mucho más difícil de superar. Cuando sabes que algo llega a su final, lo aprovechas hasta el último segundo, pero, si te arrebatan algo de repente no te da tiempo a hacerte a la idea. Natalia entendía eso muy bien.

Fue amable con ellos, pero a Natalia se le hizo duro ver el dolor que mostraban sus ojos. Era el mismo que reflejaban los suyos, el dolor de perder a alguien repentinamente. Aún era muy reciente y ella le comprendía. Había gente que se enfrentaba a las cosas hablando de ellas y otra que hacía de tripas corazón y llevaba la procesión por dentro. Era evidente que Manuel era del segundo grupo y que llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie y sin exteriorizar nada.

Se sintió muy identificada con él, porque hasta cierto momento, ese en el que abrió una parte de ella y dejó que Alba mirara dentro, no había sido capaz de hacer lo con nadie más. Ella había creído que era mucho más fácil llevar la carga en silencio y en soledad. Estaba segura de que nadie salvo ella misma podía entenderla. Pero, por algún motivo, Alba podía hacerlo. Comprendía exactamente lo que a ella le pasaba, cómo se sentía y por qué se comportaba de esa manera. Esperaba que Manuel tuviese también a una persona así.

Alba la acompañó a casa y le invitó a ir con ella al cementerio al día siguiente. Quería enseñarle lo que hacía, y ella quiso demostrarle que se interesaba por conocer más de su mundo. Disfrutaba cada minuto que pasaban juntos. Era como si el tiempo se detuviese de alguna manera y ella consiguiese aislar un poco el dolor que sentía.

Miró el reloj, las 19.45. Mierda. Habían quedado a las ocho. No podía volver a llegar tarde. Se puso unas mallas negras, una camiseta blanca y cogió un suéter grueso de lana gris. Bajó a toda prisa las escaleras, cogió la mochila y las llaves del cesto de la mesita de la entrada. Sus padres no estaban y el coche tampoco, así que supuso que se habrían ido a la ciudad a hacer algunos encargos. Era su manera de dejarle su espacio, suponía. Esperaba que ellos también se distrajeran y que salieran a cenar.

Echó a correr por el camino de arriba que atajaba de su casa al cementerio. De nuevo se maldijo a sí misma por no ser la más hábil de las dos hermanas en cuestiones de deporte; sentía que estaba a punto de salírsele el pulmón por la boca. Se detuvo justo antes de llegar a la puerta del cementerio y sacó un paquete de pañuelos de la mochila. Se secó el sudor de la frente y comprobó con un gesto bastante poco glamuroso si las axilas le olían a sudor y si habían aparecido dos cercos que delatasen que se había pegado la carrera de su vida. Respiró aliviada al comprobar que no era así. Las 19:58. Perfecto. Se anudó el suéter a la cintura y se encaminó hacia la entrada.

A pesar de ser aún de día, el cementerio siempre tenía un aura oscura debido a todos los árboles que había en su interior. Lo cubría una gran cantidad de cedros, pero también abedules y flora típica del norte. Era todo muy verde y daba sensación de calma y paz, Para tener un poco más de luz, había unos farolillos que iluminaban el camino de entrada y algunos más situados entre las lápidas.

Ahí estaba ella, sentada junto a uno de los mausoleos de la entrada. Miraba hacia el suelo con los codos apoyados en las rodillas y jugaba con un colgante. Hasta ese momento, Natalia no había reparado en que lo llevaba. Siempre se perdía en esos preciosos ojos verdes. Cuando escuchó el crujido de las hojas bajo sus pies, se giró para mirarla.

—Vaya, las once en punto, qué precisión. ¡Quién lo iba a decir! —afirmó Alba con esa media sonrisa.

—Muy graciosa. Que sepas que siempre soy muy puntual, solo fue aquella vez —contestó Natalia fingiendo sentirse ofendida.

La chica de las mil almasWhere stories live. Discover now