Ocho

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Cælum de Gewër se mezcló entre una pequeña multitud en medio de las dunas del este

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Cælum de Gewër se mezcló entre una pequeña multitud en medio de las dunas del este. Cubrió la mitad de su rostro, y casi todo su cabello con un pañuelo negro, por lo que apenas unos mechones rubios sobresalían, y solo usaba un chitón rojo cuya falda llegaba hasta sus rodillas, en lugar de su uniforme de guerrero.

Al adentrarse, procuró parecer alguien más del montón, por lo que evitó preguntar a qué se debía la concentración, y trató de seguir la corriente. Parecía ser una fila para recibir algo, probablemente agua, por lo que, con disimulo, tomó su calabaza y regó en la arena toda el agua que tenía, y cubrió por encima con más arena utilizando su pie.

Al llegar su turno, se sintió sorprendido de encontrar a una chica de aspecto muy dulce, a la que, confundido, extendió la calabaza. Tenía una vibra que se le hacía familiar, aunque no conseguía recordar por qué.

—¿Seguro que eso es todo lo que necesitas? —preguntó ella extrañada, en tanto llenaba la calabaza. Cælum asintió, recibiéndola de vuelta, y la guardó amarrándola a su cinto. Menos mal, tampoco llevaba su cimitarra.

—¿Tienes camellos en casa?

La pregunta le tomó desprevenido, por lo que asintió una vez más, sin decir ni una palabra. Entonces, la chica entró a una tienda de campaña por un rato, y al volver, trajo una bolsa de tela llena hasta la mitad.

—Son algunas plantas, es de lo más fresco —explicó, y al abrir la bolsa, el chico se dio cuenta de que no mentía—. También tengo alimento para elefantes...

Ella estiró su mano hacia él, pero se dio cuenta de que el chico llevaba un brazalete dorado en su muñeca con grabados de serpientes que ella sintió reconocer.

Con rapidez, Cælum bajó el brazo y dejó que el brazalete se ocultara con la manga de su ropa.

—No tengo elefantes, muchas gracias.

Dio vuelta para retirarse, esperando que la chica se distrajera con todas las personas que debía atender.

Volvió a abrir la bolsa y sacó una de las plantas; se veían como hojas alargadas, y no había visto nada como eso en toda Gewër. De hecho, por su humedad, y la sal marina que aún tenía encima —y que probó con la punta de su lengua, removiéndose el pañuelo por un instante—, estaba más que seguro de que se trataba de algas marinas.

La chica había olvidado decir que si quería alimentar a algún animal con ello, debía limpiarlo con agua pura para evitar envenenamientos, pero lo que más le interesaba saber en ese momento, era de dónde lo había sacado.

Ocultándose entre la gente una vez más y aprovechando la distracción de la chica, con mucho sigilo entró a la carpa, y encontró sacos más grandes y llenos de algas, semillas, y barriles con agua.

También, sobre el suelo, encontró dos mosquetes. Gewër ni siquiera tenía ese tipo de armas, pero no era la primera vez que había visto uno.

Tomó uno entre sus manos, pretendiendo apuntar con él, hasta que vio una bolsa más pequeña donde parecían guardarse los cartuchos de pólvora y munición. Eran pocos, por lo que no creía que aquella mujer pretendiese regalar armas al pueblo. Más parecía que los llevaba a su lado por seguridad.

Almas de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora