✟ CAPÍTULO 1 ✟

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—Espero que tu culo ya esté sobre el asiento de ese coche asqueroso que tienes.

—¿Sabes cuántos accidentes se producen en la carretera por usar el teléfono móvil?

—Alex, confío en que hagas un buen reportaje, no me hagas arrepentirme.

Cuelga el teléfono antes de que pueda objetar algo y suspiro mientras tiro el móvil en el asiento. Me adentré en el bosque hace diez minutos y aún no hay ni rastro del supuesto desvío.

Este sitio es el típico en el que en las películas aparece un asesino en serie y me mata. Aunque mi situación es peor, y me doy cuenta cuando veo a lo lejos la gran puerta de madera con el letrero sobre ella "Sanctified Grove".

A medida que me acerco a la entrada siento como mi pecho se contrae. Unas sombras a ambos lados de la puerta captan mi atención, dos hombres completamente vestidos de negro protegen la entrada, y mi instinto de supervivencia me está gritando que aún tengo tiempo para dar la vuelta e irme.

—¿Nombre? —pregunta el hombre de seguridad.

—Alex, Alex García, el padre Gabriel sabía que...

—Adelante, te esperan en la iglesia —me interrumpe mientras las puertas se abren. Ya no puedo dar marcha atrás.

Entro con el coche avergonzada por los ruidos que hace, pero no pierdo detalle del pequeño pueblo. Las casas son más bien cabañas, como si me transportara a una época en la que debería ver en blanco y negro.

La iglesia sobresale por encima de todo, una catedral para ser mas clara, enorme, con muros a su alrededor. Puedo ver casas en la parte trasera, supongo que para los curas. No me llama la atención su tamaño, sino más bien que es de piedra negra.

Aparco frente a la puerta y subo las escaleras colocando las mangas de mi camiseta lo mejor posible y confirmando que mis pantalones largos están bien.

No muestres nada, pecadora.

—Hola —digo al entrar al edificio, al fondo hay un órgano enorme, y un hombre con sotana de espaldas —. Disculpe. —Carraspeo incómoda al escuchar mi propio eco —. Pregunto por Gabriel, el padre Gabriel.

Sigo andando sobre la alfombra central, mis botas hacen que la madera cruja con cada paso, a medida que me acerco al hombre.

Me quedo en las escaleras, levantando la cabeza para mirarlo, pero sin subir al altar, algo dentro de mi no conocimiento católico me dice que eso no estaría bien.

El hombre se gira, con las manos entrelazadas y escondidas bajo la tela, baja la cabeza y siento como mis piernas se aprietan.

Los curas que tenía en mente eran viejos decrépitos, no dioses griegos como el que tengo delante. Joven, con el pelo negro azabache peinado hacia atrás, ojos grises y una media sonrisa que me deja claro que me voy a ir al infierno con las ideas que rondan por mi cabeza.

—Señorita Alex —dice con una voz ronca bajando las escaleras —. Una lástima, acabamos de hacer una misa, podría haber disfrutado de la palabra del señor.

—Oh, no me diga. —Trato de poner mi mejor cara de disgusto —. Estoy segura de que la próxima no me la perderé.

Asiente con una media sonrisa mientras se para frente a mí, aún tengo que levantar la cabeza para seguir mirándolo.

Deja al descubierto su mano que estaba oculta, y la lleva hacia la mía. El sello de uno de sus dedos está tan frío que hace que un escalofrío me recorra, lo miro a los ojos, sin articular palabra mientras se lleva mi mano a sus labios y la besa. Siento como si la escena que tengo frente a mis ojos se estuviese produciendo a cámara lenta.

—Espero que así sea —dice soltando mi mano.

—El padre Gabriel debía guiarme...

—Sí, por supuesto, estará cansada después del viaje. Tenemos una casa cerca de aquí, se la mostraré.

Genial, él es el padre Gabriel.

Voy a ir al infierno, y lo peor es que no me arrepiento de nada mientras lo sigo, observando su espalda, e imaginando qué esconde debajo de toda esa ropa.

—Dentro de la casa tiene comida, y las normas de nuestro pueblo. —Se gira, parándose frente a la puerta. Estoy a menos de cincuenta metros de la iglesia, giro la cabeza confirmando que es la casa más cercana.

—No se preocupe —continúa —, cualquier cosa que necesite podrá comunicársela a cualquiera de mis hermanos.

—Muchas gracias —respondo mientras me da las llaves.

—Espero que no se pierda la próxima misa —anuncia con una voz que no sé si me da miedo o me pone aún más enferma.

Asiento y aprieto la boca mientras abro la puerta. Es una casa pequeña, como todas, salón y cocina compartidos, una habitación y un baño. No hay televisión ni nada que pueda traerme noticias del exterior.

No sé qué es peor, sí que el cura me haya puesto más caliente que una estufa, o que incluso la casa decrépita de este pueblo sea más grande que mi apartamento.

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