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Enormes lágrimas cristalinas emprendieron un corto viaje que bañó su pequeño rostro en pocos segundos, demostrando el dolor del que fue víctima en días anteriores; no obstante, todo ello parecía tan lejano al ver que las espesas pestañas de su amo...

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Enormes lágrimas cristalinas emprendieron un corto viaje que bañó su pequeño rostro en pocos segundos, demostrando el dolor del que fue víctima en días anteriores; no obstante, todo ello parecía tan lejano al ver que las espesas pestañas de su amor, aletearon al son de los movimientos de sus párpados. Ellos batallaron calurosamente con tal de abrirse ante la luz fulgurante del mediodía y así conectarse a la realidad de su vida.

La joven que padeció largas y martirizantes noches en vela, a causa de la desazón que la envolvió al desconocer su destino, y en ese momento, soltó un suspiro al ver que su amado pronunciaba su primera palabra, luego de varios días.

—Cristina —musitó moviéndose de un lado a otro, atónito y mirando, con los ojos entrecerrados, a la joven que lloraba sin consuelo al pie de su cama.

—Enfermera —llamó Madeleine, no le interesaba que él le hubiese cambiado de nombre en la anonades de su mente, lo único que le importaba era el bienestar de Edvino—. ¡Enfermera! —exclamó girándose sobre sus talones para salir de la habitación.

La joven que vestía la misma ropa del día anterior, solo quería reafirmar que no estaba soñando y que era cierto que su amor había despertado.

Con la respiración agitada y el corazón palpitando a una velocidad inconcebible para el hombre, Madeleine dejó atrás la habitación y consiguió toparse con la enfermera tan pronto como sus pies le permitieron, y sin darle calma a su voz, le explicó a la mujer la situación que vivía su querido amigo. La enfermera, que estaba pendiente del caso de Edvino, se apresuró a la habitación. Tras revisarlo exhaustivamente, junto con el doctor de guardia, llegaron a la conclusión de que el muchacho ya se hallaba en óptimas condiciones, aunque debía seguir hospitalizados al menos dos días más, para estar seguros de que no tendría recaídas.

— ¿Qué me pasó? —preguntó el joven, intentando rememorar lo ocurrido en días anteriores. Solo sentía un enorme vacío en su memoria y ansiaba llenarlo para no tener confusiones en sus pensamientos.

—Tuviste un choque —dijo ella, tratando de parecer casual y nada alarmada, pero era visible su preocupación—, afortunadamente no tuviste ninguna lesión grave, solo quedaste inconsciente durante dos días —ella resopló, calmándose al ver que no él estaba al borde del peligro.

—No comprendo —pronunció desconcertado, incrédulo del accidente que sufrió—, yo soy un excelente conductor ¿Cómo pude chocar? —era una interrogante que complicaba las dudas que la acechaban a cada segundo.

—Nadie lo sabe —ella se encogió de hombros—, pero todo parece apuntar a que estabas un tanto distraído. No te cruzaste ninguna luz y mucho menos fuiste el causante del choque —explicó apoyándose contra una pared—, por ahora es mejor que no pienses en nada y descanses —aconsejó sonriéndole con un brillo incomparable.

El muchacho no pareció muy convencido y apaciguado con la versión relatada por su mejor amiga; sin embargo, optó por mantenerse al margen de cualquier detalle hiriente, lo que menos quería él era llenarse de preocupaciones, que por ese instante no le concernían.

A pesar de su autocontrol, todavía existía una idea que no le permitía estar en paz. Madeleine era su eterna confidente, era obvio que estaría allí en el peor de sus momentos, lo que le preocupaba era la presencia de otra persona, importante para la correcta respiración de su alma.

— ¿Dónde está Cristina? —cuestionó preocupado de recibir una respuesta desagradable. Ella era su razón de ser y sus ojos no tenían otra prioridad más que verla.

—Ella ha tenido algunas complicaciones para volver de su viaje de trabajo —respondió Madeleine, percibiendo la eclosión de la frialdad particular de la miseria—, pero ella estará aquí pronto... —sus palabras terminaron de alcanzar al viento cuando la puerta de la habitación se abrió, para permitir que las figuras de la enfermera y su bella acompañante, una despampanante rubia de asustadizos ojos café, se visualizaran a plenitud.

El joven que permanecía sentado en la cama casi saltó de la alegría al verla allí, sin aliento y temerosa. Ella, su Cristina, estaba al borde de la desesperación a creer en su inminente pérdida, poseída por la libertad de su cuerpo, ella se precipitó a la cama y se aguardó a los brazos de su amante.

—Pensé que te perdería para siempre... —gimió la hermosa Cristina, apretándose contra el pecho de su amadísimo Edvino, intentando que la cercanía fuera insoportable, tanto como la sola intención de alejarse—, casi muero al saber que estabas aquí —sollozó en una sincera confesión, sin poder lanzar un agradecimiento a la vida, quién les daba una nueva oportunidad.

—Tranquila —él intentó sosegarla, besando sus aromáticos cabellos, largos y delicados—, todo va a salir bien —el joven la alejó, aunque eso le significó un dolor, e hizo que lo mirase a los ojos—, porque nada ni nadie nos va a separar.

Cristina asintió y no se contuvo a darle un apasionado beso en los labios que despejó las cicatrices del pasado, aseverando la eternidad del romance que envolvía sus vidas.

—Cristina —musitó él, luego de terminar con un beso capaz de abrir el cielo para que ambos ascendieran al paraíso, tomados de las manos—, sé que no es el mejor momento —titubeó—, pero tras este accidente me he dado cuenta que no puedo vivir sin ti —Cristina se puso de pie, sin poder creer lo que su mente le gritaba que escucharía—, entiendo que ahora no es el momento más indicado —prosiguió él—, aun así, quiero pedirte que te cases conmigo...

—Sí —una temblorosa Cristina accedió a la petición sin pensarlo dos veces. Era lo que había querido desde el día en que sus caminos cruzaron, era su destino pasar el resto de su vida juntos. Era el camino que debían seguir acompañados por su alma gemela.

La siguiente escena finalizó con un profundo beso de los protagonistas más enamorados, que le añadían mayor veracidad al amor que los dos profesaban como una verdad absoluta.

Madeleine, la estúpida espectadora del amor ajeno, apretó los puños mientras dibujaba en su rostro la sonrisa falsa que se había acostumbrado a mostrar en momentos semejantes a ese.

La idea del adiós, nubló su mente carcomida por el miedo y la tempestad mortificó la claridad de sus sentimientos, ennegrecidos por el pecado que significaba amarlo con la locura propia de su carácter.

Una sencilla frase, una conjugación imperfecta, murmurada por los labios que se le habían prohibido probar, le escupieron en la cara, que él jamás correspondería sus sentimientos y que estaba encapsulada a vivir contemplando desde cerca, a un amor indestructible, un amor que ni la muerte podría destruir.

"Porque ese era su destino, amarlo desde la distancia, ya que él solo le daría su corazón en las más remotas fantasías de su interminable oscuridad mental".

Poesía VillanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora