*Capítulo Dieciocho: "No te vayas"

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"Cuando le quiero más ceñir con lazos, y viendo mi sudor, se me desvía, vuelvo con nueva fuerza a mi porfía, y temas con amor me hacen pedazos"

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"Cuando le quiero más ceñir con lazos, y viendo mi sudor, se me desvía, vuelvo con nueva fuerza a mi porfía, y temas con amor me hacen pedazos".

—Francisco de Quevedo

Madeleine abandonó la protección brindada por su adorada escuela, preocupada por toparse con la desgracia que la esperaba al cruzar el umbral de su no tan querido hogar. Se hallaba arrollada en un torbellino de agotamiento mental por todo el esfuerzo hecho en la semana; quizá ya se había vuelto una adicta a pensar demasiado; quemando sus pestañas y desmembrando el temple forjado con congoja y algunas terapias psicológicas sorteadas por la que creyó era su tía.

Llegar a una edad adulta no le fue tan complicado; salvo por el amor no correspondido que preservó por Edvino; no obstante, aquel sentimiento desapareció para dejarle paso al miedo y a la incomprensión del nuevo reflejo del universo, que apreciaba en las marcas mentales dejadas por las escenas que tuvo el infortunio de analizar.

Ella aún no concretizaba una verdad: solo juntando el polvo y las partículas de dos castas que fluían dentro una esencia oculta en su interior y que desconocía, hallaría la calma.

Tras darles una ligera y cordial despedida a los compañeros de trabajo que encontró en la entrada principal del centro educativo, la mujer vestida con su conocido traje azul, se dirigió a abordar un vehículo que la llevara directo a su casa. Era más temprano de lo habitual, así que tendría tiempo de ir a comprobar el bienestar de Eric antes de buscar algo que llevarse a la boca.

La incapacidad de sus emociones le impidió comer algo sólido en lo que iba del día; y aquel juego de poder en el interior de su cuerpo, comenzaba a revelar los estragos de la acidez de su estómago.

—¿Qué te pasa? —preguntó la voz alarmada de Ángela, que la esperaba a pocos metros de distancia. Tomándola del brazo para que se detuviera, la obligó a que se miraran a la cara, y así tendría las respuestas que quería escuchar—. ¡Estás muy pálida y extraña! —indicó las señales de anormalidad de las que se percató desde que se vieron el día anterior.

No podía perderse peso en un plazo tan corto de tiempo; sin embargo, Madeleine hizo lo imposible. Se veía como una calavera andante, con los pómulos rebosantes de una depresión insostenible.

—No tengo nada —la chica mostró una amplia sonrisa que no cumplió el objetivo de reconfortar a su mejor amiga; ya que Ángela terminó más asustada—, estoy un poco resfriada, nada fuera de lo habitual —mintió juntando dos manos sobre su abdomen, que comenzaba a rugir.

—Te conozco como si te hubiese parido, Madeleine Butler y sé la forma de reconocer tu rostro cuando algo te preocupa —Ángela la examinó de pies a cabeza, deteniéndose en la brillante tela de sus prendas, magníficamente planchadas.

Ella aparentaba hallarse en la mejor de las condiciones, pero la opacidad en el centro de sus pupilas, era la prueba de que nada iba de la mejor manera.

Poesía VillanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora