*Capítulo Siete: "Te odio, en verdad" (Primera Parte)

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"Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, venas, que humor a tanto fuego han dado, médulas, que han gloriosamente ardido

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"Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, venas, que humor a tanto fuego han dado, médulas, que han gloriosamente ardido. Su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado".

—Francisco de Quevedo

"Deambuló por el aire frío del amanecer, con su espigado y exhausto cuerpo sin mancillar por un apetito varonil, antes de desplomarse contra el suelo húmedo, por el delicado rocío caído desde la noche anterior. Estaba a segundos de perderse en medio del abismo, pero ella tuvo un último pensamiento de obstinación hacia su destino. Empapada por los recuerdos más salvajes de una vida complicada, empañada por eventos fortuitos que nunca debieron desarrollarse mientras era una niña inocente, se levantó con dificultad y deambuló en dirección a la nada. El instinto de supervivencia le reclamó su falta de raciocinio en momentos de terror: estar en medio de un enorme bosque sin nada más que altos árboles, que impedían que viera más allá de sus propias narices, era motivo para que huyera despavorida; sin embargo, sus movimientos erráticos se caracterizaban por su adentramiento a la aventura. Además, le resultó extraño, pero sus ojos lagrimeaban mientras sus pies no dejaban de saltar entre la maleza, sorteando todo tipo de obstáculos que pudieran lastimar su frágil anatomía. Otro motivo que causaba intranquilidad en su sistema era el hecho de no poder controlar el dolor que la debilitaba hasta el desfallecimiento, aun así, ahí estaba, muriendo sin saber a qué se debía aquella extraña pesadilla, en la que aparte de miseria, podía distinguir la suave voz de una ninfa decirle que la amaba. Una ninfa con la pureza extinta de su piel, que tras aparecerse frente a ella, se lamentaba en sus brazos por entregarse a un gigante de una raza diferente a la suya: a un Terciario".

Antes de abrir los ojos, Madeleine olvidó su pesadilla y despertó del nada profundo sueño en el que se vio sumergida minutos antes de que su cerebro le jugara una mala pasada, confundida por los latidos de su corazón y enojada por tener que recordar a ese estúpido hombre hasta en la placidez de su cama, maldijo a los dioses olímpicos y sobre todo, a Sueño, por transformarse en un individuo con el poder suficiente de desquiciarla. Nadie consiguió hacerla llorar de enojo y él, con una única acción, logró desbordar un mar de lágrimas. Ella durmió apenas dos horas por culpa de aquel molesto niño. Sí, debido a ese insuperable sujeto sin una pizca de empatía, sus ojos estaban adornados por unas enormes bolsas negras, porque una idea entorno a él, rondaba su cabeza, martillando su cordura, despedazando sus modales. No cabía duda que aquel ser humano que le dejó ese comentario en una de sus poesías, era Eric. ¿Quién más la llamaba Donna Angelicata? Solo Eric se atrevía a sustituir su nombre por ese patético apelativo.

Aunque quería mantenerse alejada de Eric, la duda continuaba haciendo un largo túnel directo al centro de su alma, carcomiendo cualquier rastro de calma que hallase en su trayecto.

Todo era una trampa para conducirla hacia su terreno descampado y conocido para él, Madeleine lo comprendió en un parpadeo, con esa inteligencia que utilizaba con el sano afán de resolver acertijos. Él hizo ese comentario en Ifigenia por una razón, una artimaña de un depredador versado en las bellas artes de asesinar a su presa con suavidad. Lo hizo para ser buscado por una diminuta liebre asustada, pero Madeleine no caería en ese juego de niños. No le daría el gusto de verla sufrimiento en el suelo. Ella le demostraría el temple que forjó tras vivir en un mundo demasiado cruel. Ella le haría ver que no era una mujer semejante a las que podía manipular con su pétreo rostro de bestia, desnudándolas a su antojo y atribuyéndose la potestad de poseerlas. No, con ella no podría.

Poesía VillanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora