*Capítulo Quince: "Portadora"

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"Las estrellas rientes, párpado sobre párpado, labio contra labio, piel demorada sobre otra, llagada y reluciente, hogueras

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"Las estrellas rientes, párpado sobre párpado, labio contra labio, piel demorada sobre otra, llagada y reluciente, hogueras... eso haremos a solas".

—Blanca Varela

—¿Portadora? —la nombró con la misma curiosidad de un lobo detrás de su presa

Absorta en el vorágine íntimo de sus pesares, se reconoció indefensa y temerosa por no comprender qué debía hacer para escapar de las ataduras del averno en el que se transformó un escape efímero de la muerte. Desfigurando la hermosura etérea de su rostro, martirizado por reconocer esas energías no humanas; ella sollozó con la amargura de la hiel. Lentamente, las pesadillas que desterró en el inicio de su adolescencia regresaron a revolotear frente a sus pequeñas pupilas temblorosas, incapaces de alejar su inclinación hacia el cadáver, yaciente a pocos centímetros de distancia. Recordándole que tal vez tendría el mismo cruel destino.

Luchando para no ingresar en el pantanoso terreno de las crisis nerviosas, apretó los ojos en un patético afán por eliminar lo vivido en tan pocas horas. Engañándose con el reconfortante embuste de que todo era producto de su desquiciada imaginación, que los hechos fortuitos y sin consistencia lógica se debían a una horrenda pesadilla de la que era menester despertar.

Nada era real. Las alucinaciones de hombres quemados y atravesados por una fuerza descomunal, fueron frecuentes en su adolescencia; no era la primera vez que tenía la tarea de sobrellevar esas alucinaciones. En sus años más tiernos consiguió superar esos terrores nocturnos mutando en una aspiradora humana; que calmaba sus demonios internos devorando todo lo que encontraba en su nevera, junto con el exceso de comida, tuvo la compañía de su tía Aliss, una mujer que nunca la consideró loca por sus visiones y siempre la consoló diciéndole que ella era especial por tener esas visiones.

Madeleine apoyó ambas manos a cada lado de su rostro con el estúpido objetivo de bloquear la voz indulgente que continuaba atosigándola.

Aturdida por la desesperación, la joven con el rostro lleno de sangre seca, abrió los ojos y se encontró con el sujeto que la examinaba de pies a cabeza, más cerca, invadiendo la privacidad de su perímetro. Madeleine contempló el largo de sus piernas, y fue recorriendo la extensión de ese cuerpo hasta toparse con el calor de una mirada despejada de bondad.

Sin dejar que el miedo eclipsaba la saturación de sus memorias, ella lo vio extraer un pañuelo del bolsillo de su pantalón, él limpió con ahínco su mano derecha, la que usó para exterminar al cruel enemigo de todo lo correcto: un cerdo Terciario. Ese titánico sujeto era consciente de su muerte, porque ya no percibía su Ume envolver el viento, contaminado con su sangre derramada. Él lanzó la tela sucia: no conservaría un objeto manchado con los fluidos de ese perro.

Al ver esa acción desconsiderada; ella volvió a concentrar su atención en el cuerpo inerte de Eric. No hallaba una explicación razonable, en medio de tantas anomalías, pero le era palpable un punzante dolor en el mismo sitio donde él fue herido. El lado izquierdo de su pecho, justo en el centro del corazón, le ardía. Era como si le rociaran gotas de limón a los jirones de una piel lastimada con un látigo.

Poesía VillanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora