*Capítulo Nueve: "Vencedor"

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"No tengo paz ni puedo hacer la guerra; temo y espero, y del ardor al hielo paso, y vuelo para el cielo, bajo a la tierra, nada aprieto, y a todo el mundo abrazo"

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"No tengo paz ni puedo hacer la guerra; temo y espero, y del ardor al hielo paso, y vuelo para el cielo, bajo a la tierra, nada aprieto, y a todo el mundo abrazo".

—Francesco Petrarca

La pesadez del aire sucio de una larga noche, acarició su piel dañada por la crueldad de los eventos que estaba obligado a vivir, en completa soledad y sin la menor contemplación de aquellos que lo confinaron a ser un ente del infierno.

En medio de la tormenta de sus hondos pensamientos, él dio un último suspiro, mientras una palabra pretendía escapar de sus labios empapados con un líquido pegajoso, que con un despliegue travieso, creaba un camino en dirección a su mentón.

Él rompió el silencio con una sutil plegaria a la brisa ennegrecida por el pecado, y como un acto ceremonial, sacó un pañuelo del interior de su chaqueta azulina. Con ligeros movimientos, comenzó a eliminar los rastros de culpabilidad de sus manos, manchadas con la sangre de un adversario, que iría perdiendo la vivacidad a medida que transcurriera el tiempo.

—Me sorprende que seas tan hábil en situaciones... en las que, aparentemente, no vas a ganar —Eric terminó la fastidiosa labor de quitarse toda la suciedad de su rostro y manos, aunque la persistente sensación y el olor desagradable seguían plantados en su cuerpo, él no se inmutó más de lo debido.

Con la misma tranquilidad en los movimientos de sus larguiruchos dedos, Eric dobló el pañuelo y lo depositó en el mismo lugar que antes lo resguardó. El joven meditabundo, dejó de mirar al pobre individuo postrado a sus pies y captó en su panorama la figura grácil de una mujer que no medía más de un metro y medio.

El rostro blanquecino que se perdía entre las sombras, semejante al algodón, y la delgadez de su figura sin el menor de los atributos, la dejaban confundirse con una niña adorable, cuando en realidad las décadas que había visto pasar a través de sus grandes e inexpresivos ojos, se contaban por centenas.

—No necesito que alabes cada una de mis capacidades, Anael —la desdeñó con el asco único que creaba para ella.

Observándola con rencor y un sentimiento que él nunca supo identificar, se sumió en la extensión prolongada de ideas, que no lo dejaban dormir por las noches.

No le cabía en la cabeza como podía tener revoloteando a una mujer como esa a su alrededor, causándole molestias, y cierta complacencias, ya que al cumplir sus caprichos faltos de consciencia, ella se estaba ganando una gran parte de su desprecio. Incluso, a pesar de la necesidad que los unía, él la quería lejos.

Mas le era infructuoso intentar hallar una manera de deshacerse de un ser tan liberado de las calamidades que lo rodeaban. En oposición a lo que él creía, ella no podría renegar jamás de la visión propia que tenía del mundo. La vida podía devastar a quien se atreviera a interponerse en el camino equivocado; las flores sin la luz del sol se marchitarían; sin embargo, una hiedra venenosa como ella, sobreviviría bajo cualquier circunstancia, eliminaría de su ambiente, en un parpadeo, el mal que pudiera rozarla.

Poesía VillanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora