*Capítulo Cuatro: "Hola"

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"Constante adoro a quien mi amor maltrata; maltrato a quien mi amor busca constante"

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"Constante adoro a quien mi amor maltrata; maltrato a quien mi amor busca constante".

—Sor Juana de la Inés

Eric agitó sus pensamientos frente a la incertidumbre de su sangre: se encontraba cruzando la línea del deber y los anhelos más prohibidos, nacidos desde una infancia muy complicada. Con sus largas piernas firmes en un caminar airado, semejante al de un emperador soberbio, captó las miradas de las féminas que tuvieron el agrado de deleitarse con su presencia. Adoptando ese orgullo poco común en un hombre de sus años, él salió del impecable establecimiento con una enorme sonrisa, amplificando la belleza extrema de sus labios tentadores. Aquella piel inflamada por el excesivo plan de amor, iguales al color carmesí, estaban manchados con los pecados de un origen familiar bastante peculiar.

Aquel hombre, de cabellos de color chocolate, peinados por los tersos dedos de una amante sensual y pasajera; experimentaba el éxtasis en cada terminación nerviosa de su magnífico cuerpo. Todas las revoluciones confusas e inexplicables que explosionaban en su ser, eran causadas por una sola situación: era la primera vez en su vida que veía a la apacible Madeleine, la santa mujer que él sabía era "intacta doncella", manteniendo una expresión de pavor, como si hubiese aspirado el aroma putrefacto de la muerte. Ni siquiera cuando "aquello pasó", su rostro reflejó tanto miedo y desazón. Le causaba una enorme satisfacción desquiciarla.

A esas alturas, él realmente agradecía la magistral idea que se le ocurrió en una lúgubre madrugada, en la que no pudo conciliar el sueño: su regreso, encontrarla, o mejor dicho, planear un encuentro tan bien dado, que nadie pensaría que no se trataba de una casualidad. Fue sencillo entrar en los pensamientos de la idiota de Ángela para buscar la manera de convencerla de volver. Además, fue la mayor bendición de los infiernos, hallarla arrodillada, declarándose a su hermano ebrio, destrozado por una exesposa nada cruel, que "el destino" la orilló a dejarlo. La escena le otorgaba la potestad de atarla con un lazo irrompible.

Ella, sin objeción alguna, era la mujer perfecta para la ceremonia que en un momento, no determinado, tendría que celebrarse en su honor. Ella era la indicada para convertirlo en el Dios que realmente su destino le dictaminaba. Por tantos años había tenido a la mujer idónea frente a sus ojos, ondeando las caderas y fingiendo inocencia; sin embargo, la dejó pasar por el velo negro que cubría su raciocinio, de modo tal, que era incapaz de reconocer su excelente fortuna. Aún no era tarde para desempolvar el sueño que desde niño le permitió imaginarse como un ser completo. Tenía tiempo para conseguir el más vital de sus objetivos.

El muchacho prosiguió caminando con la frente en alto y con un pensamiento anormal rondando su cabeza, de palmo en palmo. En los diez años que llevaba conociéndola, jamás la supo comprender, ni a ella ni a los libros que acostumbraba a leer en la oscuridad de su habitación, ni siquiera cuando la observó dormir e ingresó a sus sueños. No la entendía, a pesar de conocer sus secretos; pero ahora, él tendría que descifrarla a cabalidad, así se tomara la eternidad completa en analizarla.

Poesía VillanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora