Capítulo 43: Llamado.

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La psicóloga Jenkins fue quien trató de levantar a Elliot de la hierba seca del patio

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La psicóloga Jenkins fue quien trató de levantar a Elliot de la hierba seca del patio. El joven, al principio, opuso resistencia, zafándose de los brazos de la mujer y lamentándose por el diario de Kimmie, calcinado por las cenizas. Sus manos se habían manchado de mugre, y su uniforme se había ensuciado tras echarse allí en mitad de todo. Ni siquiera le pareció importar su falsa máscara de aparentar tener un trastorno, y se veía vulnerable, débil y sentimental, a diferencia de una persona sociópata, que carece de todos aquellos sentimientos. Las lágrimas se escapaban de sus ojos sin siquiera poder controlarlas, sus sollozos y sus continuas maldiciones al individuo que causó aquello eran desoladores para alguien a quien lo único que le quedaba de la chica que amaba eran sus memorias. Era cruel que le arrebataran lo único que tenía de ella. ¿Con qué fin lo hizo? Estaba claro que había miedo, pavor por ser descubierto, y que no deseaba que ninguno de los cinco averiguara su identidad.

Laura Jenkins siguió insistiendo en levantarlo de allí y alejarlo de las miradas indiscretas, de los cuchicheos y las señas hacia su persona. Elliot estaba rompiendo su máscara, su falso trastorno. Si continuaba dejándose el alma en el patio, los lobos se echarían a su yugular. Por mucho que aparentase ser fuerte, bastó que quemaran aquel diario para que se hiciera añicos y explotara emocionalmente. Por supuesto, era consciente de su llanto y sus sollozos, pero no podía remediarlo. Era superior a él.

—¡Elliot! ¡Levanta! —exclamó Jenkins tirando de su brazo.

—¡Me lo han quemado! ¡Han quemado sus letras!

—¡Levanta, por favor! —insistió.

El muchacho se incorporó, y en brazos de la psicóloga, salieron de allí para ocultarlo en su consulta.

Victoria se quedó observando las caras en las ventanas de todos aquellos chismosos que deseaban un poco de drama y locura para satisfacer sus más banales deseos. Todos lucían tan tétricos, tan malvados y oscuros que era difícil averiguar quién diablos era el mala sangre.

Cuando el joven se había marchado del exterior, las personas que estaban atisbando el acontecimiento poco a poco se fueron yendo al finalizar el espectáculo, quedando allí solo Victoria y su demonio.

Nadie sintió remordimiento, pena o aflicción por ver a Elliot tan roto, tan inestable. Al contrario, se regocijaban en su dolor, sonriendo, mordiéndose los labios con diversión. ¿Qué clase de monstruos creaban en Fennoith? ¿Era un internado digno de recuperar el sano juicio, o hacerte perder tus cabales y ser un psicópata en la sociedad? Era lamentable.

Solo decir que se excitaban cuando un nuevo muerto aparecía allí dentro ya decía mucho de la clase de pensamientos que los alumnos problemáticos estaban teniendo. La cordura no habitaba dentro del internado, ni mucho menos dentro de sus caóticas cabezas.

—Me hierve la sangre solo de ver sus jodidas sonrisas —murmuró Victoria sin dejar de observar los ventanales.

Al no obtener respuesta de Caym, la chica lo buscó con la mirada. Él se había acercado a las cenizas de las pertenencias de Kimmie, curioso de en lo que se habían convertido en pocos segundos. Examinó el cubo. Era azul y parecía uno de los tantos cubos de las señoras de la limpieza. No obstante, no le resultó curioso ni mucho menos atípico. Cualquiera pudo robarlo, ya que esos dichosos cubos solían hasta dejarlos abandonados en los baños después de hacer su servicio.

El infierno de Victoria Massey © #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora