Capítulo 1

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8 de enero – Gabriel


El invierno estaba resultando más lluvioso de lo habitual, y eso ya era decir en una ciudad como aquella. El profesor esquivó un par de charcos y buscó el refugio de las cornisas, una vez salvados los escalones del metro. El cielo estaba encapotado y las gotas de lluvia brillaban con el verde, el rojo y el ámbar de los semáforos cambiantes.

Miró el reloj y soltó una maldición por lo bajo cuando una gota gruesa le mojó la esfera. Era tarde, más de lo habitual. La cena se había prolongado, el vino había corrido hasta que el tiempo dejó de importar. Se sacudió el agua de la chaqueta de piel y hundió las manos en los bolsillos, cruzando la calzada y saltando los charcos más profundos.

No le molestaba la lluvia, siempre le había gustado. Le empapaba el cabello y se le escurría por el cuello. No era perfecta, sabía que estaba sucia y cargada de polución, pero aun así le resultaba agradable.

Cuando vio la figura encogida junto al contenedor, no le prestó demasiada atención. Una de la mañana de un viernes, era habitual encontrar borrachos en alguna esquina, gente herida y tirada en la calle, jóvenes agonizantes aquí y allá que al día siguiente despertarían con resaca o con una vía en la vena y suero goteando. Estaba justo al lado de su portal, un bulto negro con la cabeza hundida entre las rodillas.

Lo evitó, manteniéndose en la acera contraria hasta que no le quedó más remedio. Al cruzar, rebuscó las llaves en el bolsillo e hizo caso omiso de su presencia. Siempre había mejores cosas en las que pensar.

Al día siguiente tenía que preparar clases, corregir exámenes. Y una pila de dvds con series que esperaban ser devoradas por su carácter compulsivo.
Ni siquiera le habría mirado dos veces si el tipo tirado junto al contenedor no hubiera levantado el rostro un momento, pasándose la mano por el pelo. No le habría vuelto a mirar si no hubiera hablado.

—No es real… —murmuró, con la voz rota entre la lluvia restallante—. No es real.
Le asomaban las puntas de los dedos bajo unos mitones negros. Tenía los ojos verdes, brillantes, parecían fosforecer en la oscuridad. Dos esmeraldas transparentes sobre un rostro pálido como la luna. Un espectro fantasmal.

El profesor había metido la llave en la cerradura. Se giró un poco, frunciendo el ceño.

—¿Estás bien?

Era una pregunta obvia. El bulto oscuro se removió. Su rostro blanco parecía resplandecer bajo la luz nublada de las farolas. Llevaba el cabello negro cortado de esa manera extraña que ahora gustaba a los jóvenes, corto por atrás y largo por delante, con un flequillo escalado que le cubría la mitad de la cara. Los ojos verdes, acuosos, abandonados, se fijaron en los suyos.

—No es real —repitió el chico.

Porque era un chaval, de unos veinte años, veintitrés a lo sumo. El profesor le dio vueltas a su imagen familiar en la cabeza hasta que le reconoció.
Había ido a sus clases, el curso pasado o quizá el anterior. Recordaba haberle visto sentado en el aula, con una sonrisa burlona y alguna broma que no entendía escrita en la mirada. No le ubicaba más allá de un par de recuerdos difusos, y por entonces no tenía el aspecto perdido y frágil que lucía ahora.

—¿El qué no es real? —preguntó.

Dejó la llave colgando de la cerradura y le encaró directamente. Dio un paso hacia él, observando las pupilas dilatadas. Los párpados del joven estaban enrojecidos, algo hinchados.

—Nada —susurró el chico, mirándole—. Nada lo es. Estoy soñando.

Genial. El profesor suspiró. Estaba drogado o borracho, o ambas cosas, delirando al lado de su maldita puerta. Podía haberse dado la vuelta y haber subido arriba, sin pensar más en ello. Podía ignorar a aquel bulto negro y seguir con su plan: Dormir, levantarse al día siguiente, corregir, preparar clases, ver series.

Y sin embargo, parecía tan frágil, tan perdido…

«Maldita sea».

Se acuclilló delante suya, recogiéndose la chaqueta para que no se hundiera en el charco. Los contenedores, soliviantados por la lluvia, desprendían un olor infame. El joven tenía los pies hundidos cerca de la alcantarilla, lo cual no era mucho mejor, y cuando Gabriel acercó la mano para tocarle, él no hizo ademán de apartarse. Le tocó las mejillas con las yemas de los dedos. Estaban muy frías.

—Vas bien colgado —dijo, pasándole la mano debajo de los brazos para levantarle—. Venga, arriba.

—No es real…

La ciudad era grande. Un monstruo de hormigón y asfalto donde las personas correteaban como insectos sobre la panza del depredador, los árboles se hacían hueco entre las calles como podían y el humo empujaba al aire para quitarle el sitio. La ciudad era un dragón de metal que se comía a la gente, que devoraba los sueños. Por algún motivo, Gabriel no quiso dejar aquel sacrificio de ojos verdes a la ciudad, y giró la llave al fin, abriendo la puerta y metiendo a través de ella al chico tambaleante.


8 de enero – Cain


—Mierda…

Todo daba vueltas. Los colores destellaban. Le salpicaban los ojos, fluctuaban, giraban. Blanco, blanco, blanco, y explosión azul. Rojo. Hormigas mordisqueándole, arañas bailando sobre su cuerpo.

Se sacudió y se golpeó con algo duro y escurridizo. Aturdido, se abrazó a sí mismo. Estaba desnudo, ¿había vuelto a algún útero desconocido? «No es real, no es real», se repetía, intentando salir de aquel viaje maldito. Las paredes que le rodeaban eran dolorosamente blancas, casi luminosas, y parecían burbujear. Cerró los ojos con fuerza, tragándose un sollozo.

—Ni se te ocurra dormirte.

La voz grave, suave, espesa, vibró en sus oídos. Una cuerda bien templada, cálida y firme. A la mierda. Sólo quería dormir. Pero la voz decía que no.

Las hormigas desaparecieron, las arañas se detuvieron y forcejeó para ponerse en pie. Estaba dentro de un cuenco blanco y resbaladizo, sus manos no parecían capaces de aferrar nada. Alguien le sujetó y le sacó de allí, y una toalla le envolvió. Dios, una toalla. Podía reconocer eso.
Los dientes le castañeteaban y no encontraba el punto de equilibrio. La toalla se movió y le frotó el pelo, los miembros ateridos, el pecho y la espalda. Y entonces vio a San Miguel. Se le quedó mirando, incrédulo y sin saber si reír o llorar. Como no lo sabía, no hizo ninguna de las dos cosas.
San Miguel no fluctuaba, sus colores no cambiaban y no se volvía deforme de repente. Tenía el rostro sereno, maduro, de rasgos caucásicos y facciones propias de una escultura romana. El cabello ondulado le caía sobre los hombros, castaño claro o rubio oscuro, era difícil de decir. Y tenía los ojos azules, profundos y viejos. Le parecía todo él envuelto en una extraña aura brillante y acogedora.

San Miguel le estaba secando con una toalla. Jodidas drogas.

©Hendelie 

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Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now