Capítulo 24

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23 de marzo — David

Cuando Ruth abrió la puerta, les recibió una explosión de luz blanca. David tuvo que entrecerrar los ojos.

—Tía, ¿tus padres dejaron todas las persianas levantadas, o qué?

—Pues se ve que sí —rió ella. Luego arrastró una de sus bolsas de viaje con el pie—. Venga, metamos las cosas dentro y al lío.

David obedeció. Empujó sus maletas y el resto del equipaje al interior del apartamento, observándolo con interés. Era la primera vez que veía el que iba a ser su nuevo hogar. Contempló las motas de polvo bailando delante de la puerta de cristal de la terraza, el reflejo de una ancha línea de sol sobre los suelos de baldosa antigua. Sonrió un poco.

—Mira, ahí está la cocina y por allí las habitaciones —indicó Ruth—. Hay tres. La grande es mía, elige la que prefieras de las otras dos.

—Huele a carpintería nueva —dijo él.

—Mis padres hicieron obra antes de mudarse.

—¿Por qué se mudaron? —David dejó una bolsa de deporte llena de libros en un sofá cubierto por una sábana e hizo otro viaje hacia la entrada para pasar una maleta—. ¿Qué tiene de malo esto?

Ruth asomó desde su habitación, echando las cortinas y remangándose la sudadera negra que llevaba puesta.

—No tiene nada de malo. Es que a mi madre le traía demasiados recuerdos. Cuando vivíamos aquí, ellos no se llevaban muy bien.

David asintió mientras proseguía con su inspección. Aquellos recuerdos debían ser realmente malos para hacerles abandonar un lugar así, se dijo. El piso estaba en pleno Barrio de las Luces, a quince minutos del centro en metro y muy bien comunicado. Había unas vistas espectaculares desde la terraza. Los suelos eran algo irregulares y las paredes tenían bultos, pero estaban bien encaladas y todo parecía en perfecto estado. Era un verdadero desperdicio. Cuando hubo entrado su equipaje y parte del de su amiga, empezó a tirar de los enormes trapos que cubrían el mobiliario.

—Si tus padres tenían este piso cerrado, ¿Por qué no viniste antes? —preguntó, alzando la voz para que su amiga pudiera escucharle mientras daban vueltas por la casa—. Creía que estabas deseando independizarte.

—Sí, pero hasta hace un mes o así mis padres tenían apalabrado esto para un alquiler de abril a septiembre —explicó la chica—. Unos alemanes que venían todos los años. Al final se han echado atrás, así que…

Apartando sábanas, David descubrió un televisor de principios de los noventa, un sillón de color naranja chillón —¡Naranja chillón!, no casaba para nada con los conservadores gustos que imaginaba a los padres de Ruth— una mesa de aspecto años setenta, con pie redondo y recubrimiento plástico, un aparador que seguramente era de la misma época y una lámpara de forja con una pantalla pintada a mano: motivos vegetales y enormes flores naranjas que se abrían como soles tropicales.

Sonrió al ver aquello y miró de reojo a Ruth, que se encendía un cigarrillo. Había traído un cenicero de la cocina.

—¿Y esto?

Ruth le devolvió la sonrisa y le ofreció un cigarro. David aceptó y se inclinó hacia ella para que le diera fuego.

—Mi madre era pintora cuando era joven —respondió ella, apoyando el trasero en el brazo del sofá aún cubierto. Hizo girar la piedra del mechero un par de veces y la llamita se encendió—. Trabajaba haciendo artesanías: Vestidos de hilo estampados a mano, lámparas como esta, pinturas por encargo, decoración de utensilios como tazas, cerámica, loza y todo eso.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now