Capítulo 23

5.2K 500 30
                                    

13 de marzo — Gabriel

El cementerio era una extensión de hierba de color verde oscuro y apagado, situado en una de las zonas más elevadas de la urbe. Gabriel estaba apurando otro cigarrillo mientras observaba la silueta sucia de la ciudad recortándose a lo lejos. Una lluvia fina, de gotas afiladas, salpicaba las briznas de hierba, las lápidas, los nichos.

—Una tragedia. Una tragedia horrible —comentó la asistente social, que se había refugiado junto a él debajo de la marquesina del parking—. Estas son las cosas que a nadie le gusta ver.

—Ya.

Gabriel no tenía ánimos para darle conversación a aquella mujer, pero ella no parecía darse cuenta. Estaba esperando a que llegara el coche fúnebre, apoyado en un Volvo que pertenecía a alguno de los miembros del personal médico que habían atendido a Ariadna. Había varios de ellos por allí, negando con la cabeza, abrazándose los abrigos para que el viento no los abriese y comentando la triste pérdida con expresión de melancolía.

—Ha sido usted muy generoso al hacerse cargo de los gastos —prosiguió la asistente. Luego añadió, con cierta suspicacia—: Las enfermeras dicen que era usted como un padre para ella.

—Sí, es cierto —respondió Gabriel secamente—. Si los padres van a ver a sus hijos una vez por semana, entonces es la pura verdad.

La mujer arqueó las cejas y volvió el rostro, dando por terminada la charla, cosa que Gabriel agradeció. Aspiró con fuerza el cigarro, hasta que la brasa le quemó los dedos. Lo tiró al suelo y lo pisó, dejando una línea de ceniza húmeda sobre el asfalto. El coche fúnebre llegó, lento y negro como un escarabajo.

13 de marzo — Gabriel

Metieron el ataúd en el nicho. Untaron la losa con cemento y taparon el negro agujero como si sólo fuera una ventana oscura que hubiera que cerrar. Un sacerdote dijo algunas palabras con un mal disimulado desinterés y trazó signos informes en el aire. Algunas enfermeras se quedaron durante un rato y al final, Gabriel y el médico de Ariadna se quedaron solos delante de la tumba. El profesor le miró de reojo al cabo de más de media hora. El doctor Yorgos Caristeas era un hombre de pelo blanco y nariz bulbosa, con los ojos azules, diminutos y siempre cubiertos por una película húmeda. Debía tener cincuenta años. Siempre había sido amable y afectuoso con Ariadna y Gabriel había tenido mucho trato con él. El doctor Caristeas nunca le negó información sobre el estado de salud de la niña, a pesar de que sabía que no era familia suya. Le había permitido verla siempre que lo deseaba, y fue él quien le autorizó a entrar en la habitación de la Unidad de Cuidados Intensivos donde Ariadna se había despedido del mundo.

Ambos habían perdido una vida de la que se sentían responsables. Por eso estaban allí, quietos y callados, delante de un frío nicho, intentando entender algo que sus mentes no acababan de asimilar.

—¿Quieres tomar un café? —preguntó.

Ella ya no estaba. Permanecer de pie ante un muro parecía de pronto algo absurdo. El doctor le miró con aire desapasionado y asintió.

—Sí… por qué no. Me vendrá bien.

—Yo invito.

Los dos hombres se marcharon, caminando con pasos lentos y pesados. Los operarios habían colocado la lápida de Ariadna un poco torcida y un pegote de cemento cayó sobre la hierba. Aún tardaría en secarse.

13 de marzo — Gabriel

La cafetería del cementerio era uno de los lugares más deprimentes en los que Gabriel había estado nunca. Una parte de su mente, que se aferraba con rebeldía a la frivolidad, encontró reprochable que las instituciones no se hubieran preocupado de habilitar un sitio más acogedor para que los familiares de los muertos pudieran tomarse un café sin sentirse más apenados. Se trataba de un lugar oscuro, con luces eléctricas y mesas redondas con tres patas de plástico, sillas viejas y algunos sillones oscuros con cojines de gomaespuma. En las vitrinas de la barra había sándwiches empaquetados y algunos bocadillos de aspecto rancio.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now