Capítulo 10

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30 de enero – Gabriel

Cuando abrió los ojos, los restos de un sueño pesado y denso aún se le pegaban a los párpados. El perfume de Sara le envolvía como un incómodo sudario. Apenas había amanecido y ella dormía, con el rostro vuelto hacia su espalda. Se quitó su brazo de encima con cuidado y se escurrió de su lado en el lecho, agarrando la ropa y dirigiéndose a la puerta en una suerte de huída a cámara lenta.

Al salir al exterior, el frío le dio una bofetada que no contribuyó en absoluto a mejorar su humor. Maldiciendo entre dientes, se abrochó el abrigo de cuero y se puso el casco, arrancando la moto rumbo a casa. En cada semáforo encontraba diez reproches más que hacerse; tras cada cruce se sentía algo peor consigo mismo. La angustia iba adueñándose de él a medida que acortaba la distancia que le separaba de su calle. Y a pesar de todo, a pesar del nudo que había ido enredándose progresivamente en su estómago, de la inquietud y del desasosiego, al aparcar frente a la puerta del edificio prácticamente echó a correr, hundiendo la llave en la cerradura y subiendo las escaleras de tres en tres por no esperar al ascensor.

Mientras subía a zancadas, iba haciendo examen de conciencia, arrepentido y algo avergonzado. La noche anterior había perdido el control, y lo peor era que ni siquiera él mismo podía explicárselo. No conseguía analizar de manera lógica su propia reacción, de la que aún quedaban residuos. ¿Por qué le había enfadado tanto lo que había dicho y hecho Cain? ¿Por el malentendido causado con Sara? Eso era una estupidez, bastaban dos palabras suyas para arreglarlo. ¿Era por las segundas intenciones? Aunque así fuera y pudiera molestarle una insinuación de esa clase, tampoco era motivo suficiente para perder la cabeza.

Él era un hombre controlado. Él era un hombre frío, tranquilo, analítico. Pacífico. E inofensivo.

«Lo soy, ¿verdad?».

Había actuado de un modo en el que no se reconocía a sí mismo. Su instinto había respondido a la provocación de Cain de una manera casi mecánica, como si aquella reacción fuera un reflejo asentado profundamente en su subconsciente. El brillo casi fosfórico en los ojos del chico, el tono de su voz, incluso su expresión al llamarle cobarde y el modo de caminar cuando se marchó, todos aquellos detalles le habían golpeado con una inquietante sensación de deja vú.

Todavía se sentía extraño: con las emociones a flor de piel y bastante incapaz de administrarlas debidamente. Tenía una sensación casi desagradable de desnudez, cosa que no le gustaba nada. Estaba expuesto. Y lo odiaba.

En aquel momento, lo más urgente era resolver el malentendido. Tenía que hablar con Cain, aunque no tenía ni idea de qué le iba a decir. Pero tal vez bastaba con poder cruzar un par de palabras, o volver a ver sus ojos. Quizá tocar el piano. Ya encontraría la manera de hacer que la mirada punzante y cruel, o la triste y quebrada, se tornasen en aquella otra, brillante y hermosa como una estrella esmeralda.

Cuando llegó a la cuarta planta, abrió la puerta de su casa, dejó las llaves sobre la mesa y se quitó las botas. Todo estaba en silencio. No había nadie aovillado en el sofá, ni estaban las llaves de Cain en el cenicero, ni su chaquetón en la percha, ni sus zapatillas en el rincón del recibidor. A través de las persianas entrecerradas, la luz grisácea se filtraba en el salón, proyectando haces lechosos sobre el suelo y los muebles. En cada uno de ellos, diminutas esferas de polvo microscópico jugaban a rozarse y alejarse.

Gabriel las contempló durante un rato, pensativo, con el abrigo puesto y el cabello despeinado cubriéndole el rostro. El nudo en su interior se apretó como una soga y dio una fuerte sacudida. Miró hacia el pasillo. Y aun sin necesitarlo, caminó hasta la puerta de la habitación de Cain para abrirla y comprobar lo que ya sospechaba: El chico no había regresado.

Flores de Asfalto I: El DespertarOù les histoires vivent. Découvrez maintenant