Capítulo 28 - Segunda parte

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David

«Un poema es una ciudad llena de calles y cloacas, llena de santos, héroes, pordioseros, locos. Un poema es una ciudad en guerra[1]». David no recordaba a quién pertenecían aquellos versos; ni siquiera estaba seguro de que fueran exactamente así. Un poema es una ciudad. Mientras avanzaba a través de las arterias resecas de aquella, se preguntaba vagamente qué clase de poema sería. No demasiado hermoso, sospechaba. Una elegía cruda y desagradable al óxido, a los charcos misteriosos, a las acechantes alcantarillas.

Llevaban un buen rato caminando. Andaban muy juntos, casi tocándose, y nadie hablaba ya. Incluso Eric se había callado. Avanzaban pegados a los muros de los edificios, como si hubiera algo que temer, con aquellas espantosas máscaras de metal sobre el rostro y las armas en las manos. David había prometido que intentaría tomárselo mejor, pero no podía evitar que la situación le resultara tan desoladora como el paisaje. Le pesaba sobre los hombros, le hacía bajar la mirada y fijarla en sus propias botas a través del cristal de su visor. Las aceras y el pavimento estaban quebrados, así que cada vez que pisaban se escuchaba un crujido como al arrugar una bolsa de papel, como si estuvieran caminando sobre insectos. Y también había insectos.

Habían atravesado varias calles y ahora acababan de entrar en lo que David siempre había creído que era una zona comercial. Allí, los bloques de hormigón se elevaban a menor altura que en el complejo empresarial, las calles eran más anchas y los edificios aún conservaban vestigios de su antigua elegancia en las molduras de escayola, los remates y los aleros que no se habían caído. Sin embargo, tampoco se libraban de agujeros en los muros, boquetes que parecían causados por explosiones y pisos superiores que se habían venido abajo, dejando sólo a la vista el esqueleto de acero y hormigón de los pilares, las vigas y el viejo papel de pared en los muros interiores. Los luminosos de cines y comercios estaban descolgados, quebrados, algunos totalmente reventados. De vez en cuando se veía chisporrotear una letra, o brillaba el dibujo de alguna marquesina para después zumbar, vacilar y apagarse. Las puertas colgaban de sus bisagras con dificultad, algunas habían sido arrancadas o bien permanecían selladas con tablones, con las persianas metálicas bajadas hasta el suelo y las lunas de cristal llenas de mugre. Apenas se distinguían los restos de lo que un día fueron en el interior: Un maniquí desnudo y un cartel de papel anunciando descuentos. Un expositor de perfumes con un viejo póster publicitario, desde el cual una mujer miraba seductoramente al espectador. En el escaparate de una tienda de mascotas se veían las jaulas abiertas y vacías, oxidadas. Detrás del cristal roto de un centro de reparación de componentes informáticos sólo quedaban cajas destrozadas, esquirlas de vidrio quebrado y estanterías volcadas sobre un suelo pringoso de una sustancia marrón y rojiza. Los establecimientos de comida rápida y los supermercados estaban aún en peor estado; daban muestras de un saqueo más brutal y concienzudo. Y las paredes. Lo que más impresionó a David fueron las paredes. El yeso y la pintura se habían agrietado y comenzaban a desprenderse como escamas psoriáticas, se rizaban al despegarse, dejando al descubierto los muros secos. Y las cucarachas, claro. Correteaban por todas partes, cruzando las calzadas donde la pintura blanca apenas podía entreverse ya, surgiendo de las bocas de las alcantarillas, de los canalones hediondos, de las oscuras rendijas de puertas y ventanas. Cucarachas gruesas, marrones, de antenas largas y alas translúcidas.

«Todo esto no es tan distinto a la casa de los suburbios», se dijo, para animarse. Quizá allí también encontraría alguna flor vacilante asomando entre el alquitrán y la grava. «Pero seguramente ni siquiera existe. Esa flor, en este mundo, no existirá. Hay tantas cosas que no entiendo…».

—La ciudad está dividida en zonas de influencia. —La voz de Eric le llegó como algo irreal, lejana y mitigada por la máscara. Le enfocó en su campo de visión. Aquí la niebla roja no era tan espesa pero en ocasiones se enredaba en los tobillos y cubría el suelo, haciendo imposible que uno pudiera ver dónde pisaba, casi como si fuera un animal vivo—. En realidad, casi toda está en manos de la Organización. Hay unos pocos sectores que están bajo el control de los Vigilantes y luego existen espacios como este.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now