Capítulo 30

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David

En alguna parte, detrás de aquella niebla insistente, tenía que estar la luna. Caminaba por las calles junto al profesor, con su brazo pesado y musculoso sobre los hombros y el cuerpo ligeramente apoyado en su costado, sin dejar de alzar la vista al cielo cada tanto, buscándola sin éxito. Pero no había ni rastro. Ni siquiera un resplandor pálido tras la profunda neblina. Había algo hipnótico en la forma en que la niebla rojiza se rizaba, en las sinuosas formas del vapor que envolvía el firmamento. Antes, ese humo insano le había parecido amenazador. Ahora no. La presencia del profesor hacía que todo cambiara, disipaba los temores y le permitía ver atisbos de belleza en lo más horrible. En casi todo lo horrible.

Caminaban con pasos ligeros en medio de aquel caos, atravesando el infierno de metal y cristal, asfalto y acero, como si estuvieran paseando por la playa. Con la misma despreocupación aparente, con el mismo ánimo liviano.

Después de las horas que había compartido con Gabriel en su casa se sentía renovado, ingrávido. No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces, desde que llegaron al apartamento. El parquet crujía bajo sus pies y en toda la casa, sólo la habitación que él había ocupado antes (y que seguía exactamente igual que la dejó) parecía estar vacunada contra la decadencia, el envejecimiento y la suciedad. Allí, en ese reducto de sábanas limpias y paredes protectoras se habían entregado el uno al otro varias veces, saboreando cada beso como si fuera el primero, tocándose y deleitándose en cada caricia, mostrándose sin recato, aceptándose sin condiciones. En algún momento, la pasión se había agotado y se habían limitado a permanecer juntos en esa solemne intimidad que a veces se da entre dos amantes y que convierte las camas en santuarios. Allí, bajo el edredón, en ese reducido mundo horizontal, se habían mirado a los ojos abiertamente, se habían tocado el rostro como los ciegos, reconociéndose, buscando en el otro los vestigios de una memoria perdida. Para David era una sensación de bautismo. Se sentía limpio y asombrado, como si estuviera de pie sobre la superficie del agua, en el centro de un lago, rodeado de maravilla. Siempre había sido consciente de esa conexión profunda con Gabriel, esa sensación de familiaridad, de predestinación. No la había entendido ni le había preocupado comprenderla, tal vez por eso no había sido difícil para él aceptar la realidad en lo que a ellos concernía. Lo que le resultaba extraño era que Gabriel hubiera sido capaz de hacerlo. Pero de alguna manera así había sido, y había consagrado aquel vínculo una y otra vez aquella noche, con actos y palabras.

Habían conversado en susurros, envueltos por el perfume místico del sexo, diciéndose cosas que avergonzarían a un hombre adulto y adorándose con poética torpeza. Después, David le había hablado sobre Eric y Oscar, sobre la puerta y sobre la Resistencia, sobre el señor Carter y sobre el chico de los ojos plateados. Gabriel le contó cómo había encontrado a los patinadores y cómo ellos le habían llevado al centro comercial donde se había entrevistado con Solomon. Le habló también sobre el mismo chico de ojos plateados.

—No es la primera vez que le veo —había dicho entonces, como si cayera en la cuenta en ese momento.

—Yo tampoco.

—¿Qué quieres decir?

—Le vi en el parque. El día de los enamorados. Era el mismo chico, y se me quedó mirando… —El recuerdo pareció quebrarse entonces en su memoria, emborronarse con chirridos de estática, distorsionarse. El parque estaba lleno de árboles muertos y el muchacho caminaba de la mano con una de aquellas bestias de voz profunda, maliciosa, y dientes infinitos. «He oído hablar de las Lupercalias. ¿Es esa fiesta en la que los romanos se buscaban novias por sorteo para divertirse todo el año?»—. Dios, no puede ser.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now