Capítulo 9

11.3K 645 288
                                    

29 de enero – Cain

La casa de Gabriel tenía un balcón que normalmente no utilizaba para nada. Cain no entendía por qué. Las vistas daban directamente hacia el este: allí, la ciudad se extendía hasta el horizonte con sus altos rascacielos, los edificios de oficinas, los viejos campanarios del Barrio Viejo y las grúas de la construcción, las antenas coronadas por un piloto rojo, los cableados, las torres de electricidad.

En aquellos momentos, en pleno atardecer, el sol arrancaba un resplandor dorado y rojizo a las estructuras de hormigón y metal. El cielo se pintaba de colores fantásticos y rabiosos, las nubes semejaban gruesas pinceladas rosas, amarillas, naranjas, verdes, dibujadas en el lienzo de un pintor demente, y la densa nube de polución que flotaba sobre los tejados se transformaba en una bruma etérea y resplandeciente, mágica.

Cain observaba el espectáculo, acodado en la barandilla. Las notas cristalinas del piano completaban el paisaje, revistiéndolo con su propio hechizo.

La ciudad era un monstruo, pero también era hermosa. Era un dragón. Un dragón con la piel de asfalto, cubierta de escamas de acero y cristal, de cemento y piedra. El dragón dorado revelaba sus verdaderos colores en el crepúsculo, se volvía rojo cuando se acercaba el ocaso y en la noche destellaba con luces abisales.

Un estruendo musical le hizo sobresaltarse y se dio la vuelta. El profe había golpeado el teclado con el brazo y estaba escribiendo rápidamente en esa partitura a la que no dejaba de darle vueltas día sí y día también. El cabello castaño se le descolgaba como hiedra por los hombros, sobre la frente, rozando las hojas de papel pautado.

—¿No te sale?

El profe no respondió al principio. Cain estaba a punto de darse la vuelta de nuevo cuando le escuchó hablar.

—No es lo que tiene que ser. —La postura, rígida y tensa, contradecía su tono de voz pausado. Se golpeaba la rodilla con la parte de atrás del lápiz, mirando las líneas sobre el blanco como si tratara de desencriptar un secreto que se le resistía—. No es que esté mal. Es bonito, no queda mal… pero no es lo que tiene que ser, parece que estoy poniendo un parche de una tela diferente.

Cain frunció el ceño. Por lo visto, al profe no terminaba de gustarle. A él le parecía precioso. Siempre que Gabriel tocaba el piano, el mundo cambiaba. Se llenaba de alegría, de nostalgia o de energía, se alzaban bosques etéreos o se hundía en el fondo del mar… o las estrellas fugaces cruzaban el firmamento, rojas, azules y plateadas, según sonara la música.

—¿Por qué no pruebas algo nuevo? Toca otra cosa.

Gabriel levantó los ojos del papel.

—¿Algo como qué?

Cain se encogió de hombros.

—No sé, invéntate algo. —Gabriel le seguía mirando con esa expresión impenetrable—. Algo sobre dragones.

—Sobre dragones.

El profesor se echó a reír, cerró la tapa del piano y se levantó, crujiéndose los dedos y el cuello al hacerlo.

—Sí, sobre dragones. ¿No ves? —insistió Cain, señalando el exterior con la cabeza—. Hay uno aquí afuera.

Gabriel se acercó con curiosidad a comprobar de qué estaba hablando el chico. Cain le explicó su teoría con toda naturalidad. Debería haberse sentido idiota o ridículo, hablándole a aquel hombre sobre escamas de reptil y luces abisales, pero ni siquiera lo pensó. El profe le escuchaba, y al parecer estaba bastante de acuerdo. Tuvieron una pequeña discusión sobre si el dragón tenía cuernos o sólo eran púas. Al final, Gabriel le dio la razón.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now