Capítulo 8

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25 de enero – Cain

Durante algunas horas había estado balanceándose en un sueño plácido y tranquilo. Se despertó cuando le sintió alejarse de él y la sólida calidez de su cuerpo dejó de arroparle. Resignado, Cain mantuvo los ojos cerrados mientras el profesor se escurría de entre sus brazos con delicadeza y le liberaba de los suyos, dejándole desamparado bajo los edredones. El colchón no hizo el menor ruido cuando el peso de Gabriel lo abandonó. Cain se quedó inmóvil donde estaba, fingiendo dormir y respirando el aroma de las sábanas, el leve residuo de su perfume sobre la tela. Escuchaba aún medio dormido aquel silencio absoluto, preguntándose cómo se las arreglaba para ser tan discreto.

Entreabrió los párpados para espiarle con disimulo desde la cama. La luz gris del amanecer entraba por la ventana a través de los visillos blancos. Gabriel estaba de pie frente al armario abierto y de espaldas a la cama, vistiéndose. Sólo se escuchaba el roce de la ropa sobre su cuerpo: la fricción de los vaqueros contra las piernas, el deslizarse de la camiseta negra sobre los músculos torneados. El cabello castaño claro estaba revuelto, se le enredaba en la coronilla. Cuando el profesor se giró, Cain se mordió el labio y volvió a cerrar los ojos rápidamente. Contuvo la respiración al percibir que se acercaba, silencioso, descalzo sobre el suelo de madera. La sombra de su silueta le cubrió. «Quizá me va a despertar. O sólo quiere comprobar si estoy dormido».

Aguardó unos segundos sin que nada sucediera. Después, un roce sobre su pelo, junto a la mejilla. El contacto le produjo un calambrazo en las venas y tuvo que contenerse para no saltar sobre el colchón. Petrificado, con el aire detenido en los pulmones, esperó a que la puerta se cerrara cuando Gabriel salió por fin de la habitación. Entonces abrió los ojos y respiró de nuevo, llevándose las manos al mechón de cabello. ¿Eso había sido una caricia?

Un suspiro le distendió el pecho y percibió en su propia saliva el sabor de la desazón.

—Maldita sea —murmuró, rodando sobre el colchón hasta quedar boca arriba.

Fijó la mirada en el techo, poniendo en orden sus pensamientos. Al menos sabía lo que estaba ocurriendo. Ya había pasado por esto antes, en otras ocasiones, y Cain no tenía ningún problema en aceptar sus sentimientos una vez se daba cuenta de que estaban ahí. Lo había empezado a sospechar a lo largo del día anterior, y su reacción ante esa caricia casi imperceptible había terminado de confirmarlo: Gabriel le gustaba, en muchos sentidos. Le gustaba su rostro, su figura, su olor. Le gustaban sus ojos azules e intensos. Le gustaba su pelo y la manera en la que le trataba; le había gustado sentir sus brazos alrededor y poder romperse al fin, buscar consuelo en un lugar seguro.

Aquella noche había llorado. Lloró por sí mismo, por lo que había sido de él. Lloró por su infancia y por su adolescencia, por su pasado y por su incierto futuro. Entre las lágrimas, los recuerdos de aquellas cosas que merecían la pena, de todo lo que había enterrado para no sufrir, de cuanto había abandonado, de las personas que había dejado atrás, volvieron a él. Tres rostros del pasado se dibujaron con claridad en su memoria. Y mientras las lágrimas le limpiaban y le liberaban, les había echado de menos. Se preguntó, por primera vez a solas en un lugar seguro, qué habría sido de ellos.

Había tenido amigos, sí, hacía no tanto tiempo. Había tenido su afecto, aunque no sabía si había estado a la altura en algún momento. «Pero si voy a empezar una nueva vida, si de verdad voy a intentarlo… entonces les voy a necesitar. Voy a necesitar todo aquello con lo que pueda contar. Por mucha vergüenza que sienta».

Cuando escuchó cerrarse la puerta de la calle, saltó de la cama y se fue a la ducha. El agua fría le despejó de los últimos retazos del sueño y le ayudó a poner los pies en la tierra, avivando el ascua de su determinación. Mientras se secaba, el espejo le devolvió su imagen. Siempre se sentía extraño sin el maquillaje: a su rostro le daba por mostrar una imagen que él siempre se había afanado en esconder. La de un chico agotado. Las ojeras eternas bajo los ojos verdes, que no tenían una forma tan afilada ni agresiva como cuando la corregía con el lápiz negro, sino más almendrada, casi lánguida. Las pestañas delataban el verdadero color de su cabello. Se veía a sí mismo como una gacela, frágil y débil, y lo odiaba. Se había esforzado mucho en parecer un ave rapaz, oscura y emplumada, y se había escudado tras esa ilusión. «¿Y de qué me ha servido?». Dudó durante un instante pero al final decidió prescindir de las máscaras. Al fin y al cabo, no las iba a necesitar ese día. Se peinó el flequillo largo por un lado, sin usar fijador, y se dirigió a la cocina.

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora