Capítulo 15

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11 de febrero – Gabriel

Siempre transitaba por los mismos caminos. Las mismas calles, las mismas rutas. Gabriel, hombre de costumbres, de disciplina, controlado hasta la obsesión, había contado los pasos que iban del metro hasta la puerta de su casa, de la salida del metro hasta la universidad y del portal al supermercado. Pero en el Barrio Viejo dejaba de lado todo eso y se limitaba a deambular, a caminar sin rumbo fijo y a disfrutar de un pequeño segmento de caótica belleza en su vida ordenada, medida y pesada al milímetro.

Aquella tarde, los adoquines estaban mojados. Había llovido por la mañana. Las hojas secas cubrían el suelo con un manto castaño y crujiente, los colores apagados del invierno contrastaban con el rojo rabioso de las rosas invernales que alguien se había arriesgado a plantar en un balcón.

—Es un buen sitio —decía Cain, caminando a su lado. El chico llevaba el pelo peinado hacia un lado y uno de esos pañuelos blancos y negros que utilizaban los chavales para protegerse del frío—. No es exactamente un refugio, es una especie de guardería para animales. La gente va allí a dejar a los perros y a los gatos cuando tienen que salir fuera. Aunque hay algunos que sí están abandonados.

—¿Y qué haces tú exactamente?

Cain esbozó una sonrisa traviesa. Le brillaban los ojos.

—Les doy de comer, les paseo, juego con ellos… si hay que darles medicinas, lo hago. —Se encogió de hombros —. Es entretenido.

—No sabía que te gustaban los animales.

Tomaron una calle retorcida en la que los muros de las casas se inclinaban unos hacia otros, como si quisieran tocarse. El Barrio Viejo estaba lleno de cuestas empinadas y muchas veces terminaba siendo muy cansado andar por él. Las ventanas con celosía reflejaban el color anaranjado de la puesta de sol.

—La verdad es que yo tampoco.

Andaban uno junto al otro, el profesor con el abrigo largo de paño, el chico con una cazadora de cuero negro y las manos en los bolsillos. Al llegar a un quiosco de metal forjado, separaron sus pasos para sortearlo cada uno en una dirección. Mientras caminaba, el profesor atisbaba a través de los barrotes retorcidos y de los ornamentos vegetales de la pequeña caseta, siguiendo la figura del muchacho al otro lado. Era una costumbre extraña aquella, eso de alejarse para acercarse de nuevo. Lo hacían a menudo cuando iban por la calle, como planetas poniendo a prueba su propia gravedad.

Las cosas parecían estar poniéndose en su sitio. Cain había encontrado la estabilidad de nuevo, y esta vez Gabriel había aprendido la lección. Intentaba tratarle suavemente, no tocar temas delicados ni hablarle con brusquedad. También le prestaba más atención que antes. Era obvio a aquellas alturas que ya se había involucrado con el muchacho. Se había comprometido con su seguridad y, en cierto modo, con su felicidad, y nada crispaba más a Gabriel que faltar a sus propias promesas. De modo que en los últimos días Gabriel se había esforzado por instaurar una rutina a fuerza de testarudez, por conformar un entorno seguro, amable y agradable para ambos. Según sus normas, desde luego. Cain no se había opuesto, aunque tenía un concepto del orden un poco diferente al suyo. No parecía comprender que el lugar exacto de un objeto es eso, el lugar exacto. No tres centímetros más a la derecha. Tampoco entendía para qué servía un mueble zapatero. Y a veces ponía problemas con detalles absurdos, como el asunto de los análisis. Una vez llegaron los resultados y se confirmó que ambos estaban sanos, todo aquel confuso episodio y sus aún más confusas consecuencias pasaron al olvido sin dramatismo. O al menos eso creía Gabriel. Ahora, Cain tenía un trabajo y parecía realmente sereno, algo más sólido. También más apagado, ciertamente, pero era una languidez nostálgica, apaciguada y tranquila, que sólo en ocasiones estallaba en forma de rebeldía fuera de lugar.

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora