Capítulo 2

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9 de enero – Gabriel

El profesor se había considerado siempre afortunado. Tenía un buen trabajo. Tenía dinero y podía vivir como quería. Tenía televisor de plasma de alta definición, un ordenador de sobremesa de última generación, un portátil, un par de videoconsolas, una colección de libros envidiable, sofá de piel, lavavajillas, calefacción y aire acondicionado. No tenía coche, pero sí una moto que utilizaba cuando le apetecía, una CSR custom vistosa y bien cuidada.

Daba clases en la universidad, tenía buenos amigos y una novia formal.

A pesar de todo, no podía hacer que las mañanas fueran soleadas ni que la inspiración acudiera, así que, si bien se consideraba afortunado, no era del todo feliz. Había un pequeño hueco vacío en su espíritu: el del sillón que nadie estrenó en su alma, el de la fiesta a la que nadie acude, el de las musas esquivas.

Estaba sentado en el sofá, sorbiendo café y mirando fijamente el papel pautado bajo la luz de la mañana, que entraba a raudales por el amplio ventanal.

Era un callejón sin salida. Había empezado a trabajar en aquella obra hacía más de diez años y no había manera de continuarla. La progresión era buena, la armonía, perfecta. Sonaba en su cabeza con la rutilancia de las galaxias en expansión, un ambiente conseguido que ascendía, igual que un big bang. Un pequeño punto que se hinchaba más y más, creciendo, creando expectativa y tensión. Pero había que resolver aquella expectativa con un clímax a la altura, algo realmente grande y divino. Y no lo encontraba. Había probado varias cosas diferentes, pero siempre le habían dejado mal sabor de boca. Era como llegar a lo alto de una escalera y, tras todo el esfuerzo y la esperanza, ver que no hay nada realmente auténtico ahí. Nada verdadero ni pleno. Nada real.

El chirrido de la puerta contigua le hizo volver la vista. El chico se paró en seco en el salón, con la camiseta y los pantalones que le estaban grandes colgándole del cuerpo como sacos, despeinado y con ojeras dignas de un museo de cera gótico. Miró al hombre sentado en el sofá, con aire confundido.

—Hola —dijo el profesor con toda sencillez—. El baño a tu derecha. Ahí está la cocina. Hay café, si tienes ánimos para enfrentarte a él.

—¿Quién eres? —espetó el joven con voz ronca y hostil.

—Según tú, el arcángel San Miguel.

El chico se pasó la mano por la cara, murmurando una maldición. El hombre se rió para sus adentros.

—¿Y según tú? —replicó al fin. No se había movido del sitio.

—Me llamo Gabriel.

Sonrió a medias y el chico resopló. Sí, era un poco irónico. Miguel, Gabriel… sí. En fin.

—¿Dónde está mi ropa? ¿Y mi cartera? No sé cómo he llegado aquí.

El joven hablaba en tono imperativo e insistente.

Gabriel volvió a mirar su partitura, sorbiendo el café. Ojalá supiera cómo resolver esa maldita progresión. Hasta el momento había hecho exactamente lo que quería, la música había salido de su interior como si llevara años ahí encerrada, esperando una ocasión para gritar «¡estoy aquí!», y mostrar su cara al universo.

—Tu cartera está en la habitación de la que has salido —respondió al fin—. Estás en mi casa, te subí anoche. Te encontrabas en pleno mal viaje, bajo la lluvia. Al borde de la hipotermia.

—La gente normal llama a una ambulancia —escupió el chico, dándose la vuelta para volver a la habitación con aire indignado.

Gabriel arqueó la ceja.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now