Capítulo 25

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15 de abril — David

La vida cotidiana volvió a ajustarse como un reloj de cuerda. Cuando Ruth y David se hubieron instalado definitivamente en su nuevo hogar los días comenzaron a ablandarse, a tornarse más flexibles, a fluir con más rapidez. La casa que compartían comenzó a cobrar vida. Ruth llenó su habitación con trastos variopintos: un caballete, maletines de madera, cajas de pinceles, telas que colgó aquí y allá. Además, trajo unas cuantas macetas, según ella «para dar alegría al pisito». David compró una almohada, sábanas y una colcha de color morado. Ordenó sus libros y guardó la ropa en el armario. Pensó seriamente en poner un póster en la pared, pero no estaba muy seguro sobre qué imagen debía escoger. Siempre le habían gustado las estéticas oscuras y siniestras, pero ahora no lo tenía tan claro. Finalmente, colocó una enorme lámina que compró en un centro comercial: la panorámica en blanco y negro de una ciudad de principios de siglo veinte cubierta por una espesa niebla.

—Ahora sí es nuestra casa —afirmó Ruth, una vez estuvo satisfecha. Y tardó en estarlo.

Cada día, David iba a trabajar y regresaba a las ocho. Si Ruth no había bajado al Camaleón, cenaban juntos y charlaban sobre las vicisitudes del día, salían a fumar al balcón o iban a dar una vuelta. Los fines de semana hacían planes con Berenice y Samuel. Los domingos, David se los reservaba para sí mismo. Solía ir al Barrio Viejo a pasear, negándose a sí mismo que en realidad esperaba encontrarse con Gabriel tarde o temprano. Otras veces regresaba a las inmediaciones de sus antiguos hogares de acogida: el barrio de la periferia y la casa de la señora anciana.

Aquella tarde de domingo llovía a cántaros. La había pasado vagando por los túneles del casco antiguo y tocando con los dedos las inscripciones de las paredes, pensando en Gabriel, en sí mismo y en su futuro. Había decidido matricularse en la universidad y la perspectiva le resultaba al mismo tiempo excitante y algo atemorizadora. David ya había fracasado en muchas cosas, si también fracasaba en los estudios se angustiaría. Aunque intentaría que eso no ocurriese. Odiaba las obligaciones, pero ahora sentía la necesidad de obligarse a algo.

Después del largo paseo, regresó a casa en el suburbano. Al salir del metro, el móvil empezó a vibrarle en el bolsillo.

—¿Qué hay, Ruth?

—Oye, cuando vuelvas pásate por el Camaleón. Estamos aquí con los chicos.

David se refugió de la lluvia bajo una cornisa. Una mujer con un par de bolsas de plástico le había dado un empujón mientras subía las escaleras. La zona estaba bastante concurrida a aquella hora, pero el chaparrón había comenzado de manera imprevista y muchos volvían precipitadamente a sus casas. El aguacero había interrumpido sus compras en el mercadillo dominical del barrio.

—¿Quiénes estáis? —preguntó David, sin disimular su suspicacia.

—Pues Nice, Eric y Oscar. Y yo, claro.

«Claro». Hizo una mueca de fastidio. No entendía qué coño le veía Ruth a Eric. Sospechaba que el cantante le gustaba un poco, porque no dejaba de hablar de él. Se los encontraban mucho en el Camaleón, tanto a él como a sus compañeros y algunas veces se cruzaban por el barrio, pero a David seguía causándole rechazo. El hecho de coincidir a menudo no contribuía a que dejara de detestarle, pues cuando empezaba a olvidarse de su molesta presencia, siempre volvía a aparecer, como para recordarle el asco que le daba.

—¿Vienes entonces? —preguntó Ruth, impaciente a causa del prolongado silencio al otro lado de la línea—. Venga, pásate un rato. He estado en la universidad, te he mirado las cosas que me pediste y te traigo papeles, así te los doy y comentamos.

—Me lo puedes dar en casa cuando vuelvas. Está lloviendo y estoy vago.

—No seas así, David. Va, por favor, ven con nosotros un rato. Te prometo que será poco tiempo.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now