Capítulo 22

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11 de marzo – Cain

Cuando amaneció, él ya estaba despierto. La luz gris del alba fue volviéndose dorada detrás de los visillos de la habitación, anunciando un día demasiado brillante, demasiado luminoso para su estado de ánimo. Resopló y se echó el edredón sobre la cabeza. «¿De qué me escondo?», se preguntó, cerrando los ojos. No estaba seguro. Tenía el cuerpo incrustado en ese colchón extraño, blando, distinto al suyo. Respiró el olor a suavizante de las sábanas, las acarició con las yemas de los dedos, torciendo la boca ante el tacto tan ajeno de las fibras. Se quedó ahí, inmóvil, aplastado por el peso de las mantas. Solo quería que todo pasara. Que los días se sucedieran unos a otros sin tocarle. Languidecer, apagarse. Suspiró, aguardando a que el sueño hiciera desaparecer el tiempo.

11 de marzo — Gabriel

Estaba sentado en el sofá, con la mirada perdida. Otro cigarrillo humeaba entre sus dedos cuando el primer rayo de sol fragmentó su luz en un arcoíris al atravesar el cristal del cenicero. Se quedó mirando aquel desliz cromático con la expresión de quien observa algo fuera de lugar. Después, con un suspiro pesado, apoyó la espalda en el respaldo mullido y bajó la cabeza. Estaba desubicado en su propio hogar. Había pasado la noche en vela, sentado en aquel sillón, fumando un cigarro tras otro y dándole vueltas a lo que había ocurrido con Cain. A sus palabras, pero también a su imagen. Sus ojos verdes, de vidrio pulido, destellando con amargura. Su voz ahogada y áspera, escupiendo los reproches y colocándole frente a un espejo en el que no deseaba mirarse, fuese o no exacto el reflejo que mostraba.

Recordó, vagamente, que era sábado. Hoy no tenía que ir a trabajar. Volvió la vista hacia el piano.

11 de marzo — Cain

Se sentía una carga. Aunque Ruth fuera su amiga, aunque supiera que tenía que contar con ella en momentos como esos, algo en su interior le impulsaba a marcharse de allí y ahogar su dolor en otra parte, donde al menos no molestase a otros. Aunque Ruth fuese su amiga, no quería volcar sobre ella el alquitrán de su angustia. Era espesa y negra, y muy densa, tan densa como veinte años de soledad y miedo, de insignificancia.

Ella volvió a medio día, se sentó en el borde de la cama y puso una mano sobre el bulto cubierto por el edredón. Cain movió un brazo para sacarlo de debajo de las sábanas y dejar su mano sobre la de ella.

—¿Cómo estás?

Ruth le susurraba como si fuera un enfermo. Tal vez lo era. Se obligó a asomar la cabeza y se encontró con la sonrisa comprensiva de su amiga. En los ojos oscuros de la muchacha había compasión. Se obligó a responder, a hacer salir la voz del cuerpo. Ella no se merecía estar preocupada.

—Gracias por dejar que me quedara esta noche —dijo.

Ruth negó con la cabeza y se le acercó más. Aproximó los dedos de la otra mano y le acarició las mejillas, bajo los ojos. Cain sabía que ella estaba comprobando si había llorado recientemente.

—No me des las gracias. Puedes quedarte todo lo que quieras. Ojalá pudiera hacer más.

—¿Y tu madre?

Ruth amagó una sonrisa.

—Se fue a un balneario hace unos días. Vuelve el fin de semana que viene. —Cain asintió y se incorporó a medias, peinándose con la palma de la mano sin éxito. Ella se acercó y le rodeó la cintura con el brazo, apoyando la cabeza sobre su hombro—. Quédate hasta entonces, David. No te vayas.

—¿Tú también piensas que voy a hacer alguna estupidez en cuanto me pierdas de vista?

—No, no es eso. Pero no quiero que estés solo.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now