Capítulo 13

12.4K 672 206
                                    

1 de febrero – Cain

De rodillas, con el torso inclinado sobre el borde de la bañera, estaba besando al profesor.

Podía atisbar por el rabillo del ojo el reflejo de la luz en el espejo del baño. El grifo de la bañera goteaba y el murmullo del agua, que se agitaba al más leve movimiento de Cain, hacía eco en los baldosines blancos, inmaculados como todo lo era en aquel apartamento.

Cual si quisiera componer un cuadro perfecto, Cain recogía todas las impresiones de ese instante atemporal: la precisa inclinación del cepillo de dientes en el vaso que había sobre el lavabo, la arruga que formaba una toalla en el toallero, cómo se fragmentaba la luz sobre el cabello del profesor, arrancándole el brillo de bronce y oro viejo al color de su pelo. El olor de Gabriel, ya familiar y hogareño como un abrazo de madre, le envolvía, entremezclado con notas de jabón neutro. Descubrió, al tenerle tan cerca ahora, nuevos matices en él: resina, incienso, frutos secos. Y la suave caricia de su aliento sobre sus labios, el calor rotundo de sus brazos, que le estrechaban con vehemencia…

Hacía ya largo rato que se prolongaba aquel beso suspendido, hilvanado, de caricias sutiles y lenguas cautelosas. Cain se había estremecido como un niño inexperto con el primer roce de sus labios, obtenido en respuesta al suyo, irreflexivo y espontáneo. Ahora, aquel temblor del corazón se extendía por sus venas, almíbar espeso y caliente que templaba su piel y le ruborizaba las mejillas de pura emoción. Segundo a segundo, minuto a minuto, el contacto se prolongaba, y aquel beso extraño, primerizo, se desliaba lentamente como una madeja.

Los brazos de Gabriel eran duros y firmes. Le rodeaban los suyos, le arropaban los hombros y la espalda. Su pecho reposaba contra el del profesor y podía escuchar cada uno de sus latidos poderosos. Al abrazarle así, Gabriel se había empapado la camiseta, y debajo de la tela mojada percibía claramente la tibieza de su carne, la geografía de su anatomía trabajada. Con los párpados caídos y el corazón derritiéndose, Cain apenas se atrevía a dar más de sí en ese beso lento y dedicado, temiendo el momentoen que se rompiera, en el que el profesor se alejara.

Durante aquel instante mágico no era capaz de entender sus propios sentimientos. La confusión y la maravilla se entretejían: ¿cómo podía querer besar de nuevo a un hombre después de lo que vivió en los días pasados? ¿Cómo podía besar a este hombre en concreto, a su San Miguel particular, y permitir que probara sus labios pecadores e indignos? Quizá porque era un perdido y le daba exactamente igual todo eso cuando su corazón y sus instintos le apremiaban. O tal vez porque no podía, ni aunque se esforzara en buscarlo, encontrar nada de malo, de sucio o de perverso en lo que estaba sucediendo. No le parecía peligroso, ni siquiera al recordarse que, al fin y al cabo, no conocía a Gabriel en absoluto. A pesar del tiempo compartido, de las experiencias que habían tenido juntos —que si bien no eran muchas sí que le habían resultado intensas— no sabía nada de él. Sólo algunos detalles que no le permitían hacerse una imagen clara del profesor. Pero en ese momento, nada de eso parecía importante. Estaban sucediendo cosas mucho más vitales en su alma, en su corazón.

Sabía que Gabriel le gustaba. Ahora podía tenerle como nunca le había tenido, alcanzarle de una manera física por primera vez. Y estaba disfrutando de cada matiz, de cada sensación, como si fuera la última.

Las lágrimas se le habían detenido en los ojos cuando Gabriel le rozó los labios con la lengua. Devolviéndole la caricia descubrió su sabor: adulto, varonil, un poco amargo al principio y después con el regusto áspero y rico de las nueces, las almendras y las raíces. Exploraba aquellos trazos con una mezcla de reverencia y nostalgia, como si le recordaran a algo que trasponía más allá de la memoria consciente. La barba naciente de Gabriel le rozaba las mejillas y le arañaba suavemente la línea de la mandíbula. Su aliento perfumado moría en sus labios en un hilo débil cada vez que éstos se separaban de los suyos. Su presencia pesaba, cálida y solar. Irradiaba fortaleza, como una silueta de montaña. Lentamente, Cain se aferró a él, desanudando los dedos que mantenía crispados y deslizándolos detrás de la nuca del profesor.

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora