Capítulo 11

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30 – 31 de enero: Cain

«No es real».

Como en una caída libre e infinita, descendía. Con el aire bajo su cuerpo y sobre su cuerpo. Vacío, vacío todo alrededor, sólo él y la gravedad danzando juntos en aquella madriguera estéril. Los fragmentos de su conciencia habían quedado reducidos a cenizas revoloteantes, como restos de un incendio. Atrapaba algunos jirones al vuelo, inconexos. Algunos eran perturbadores. Uno de ellos le recordó a algo que había leído. Lo escuchó, recitándose en su cabeza, con una voz profunda y dulce. Voz de padre, de sacerdote:

«O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después...».

Intentó reconocer el espacio en torno a sí en su particular persecución del conejo blanco, pero no veía más que oscuridad. Podía sentir la presión sobre su mente, sobre su alma. Sepultado en un océano frío y negro, en el lecho submarino de la inconsciencia, al borde de cruzar la línea que le separaría para siempre de…

¿De qué? ¿De la realidad?

 «Pero no es real».

Se forzó a patalear. Intentó mirar hacia arriba (si es que había arriba, ¿y dónde estaba abajo?), sacudió las manos y se impulsó. Aunque no fuera real, no quería quedarse para siempre yaciendo en aquellas profundas simas, con los restos de sus recuerdos, sus fantasías y sus delirios representándose ante sus ojos en un frenético vodevil. Nadar, nadar hacia la superficie, pero el agua es tan espesa… tan espesa…

Le cuesta moverse en el fango, pero lo consigue. Un párpado abierto, al fin, pesado, irritado. Escuecen los ojos, un rayo de luz blanca los atraviesa. Quema, abrasa. ¿Será así cuando uno nace?

Duele. Todo y nada, algo está doliendo. Los pulmones al respirar, la garganta, que parece anudada con un alambre de espinos. Duelen las entrañas, heridas y distendidas, duele el sexo, irritado, duele el vientre. Los músculos duelen, trabados de tensión, y duele la cabeza, que es como un estruendo y un avispero, como una tormenta y un yunque. Pero por encima de todo, duele el brazo.

Las sensaciones de aquel despertar abrupto se mezclaron con los recuerdos a medida que conseguía volver a la vigilia. Eran recuerdos que nunca deseaba volver a visitar pero que le perseguían siempre. Cada vez que el peligro y la inquietud acechaban, aquel pasado volvía a él sin que pudiera huir, asaltándole desde las esquinas del subconsciente como un atracador nocturno.

Una casa de clase media, un lienzo pintado, un marco ornamentado.

Recordaba la luz, sobre todas las cosas. Cain siempre había tenido una memoria muy afinada para los ambientes y las iluminaciones. En su memoria, la luz era amarillenta entonces, cálida, como resplandor de fuego. Esa luminosidad arrancaba tonos fantásticos al cuadro del ángel, avivaba sus colores, despertaba matices ricos y vibrantes en los rojos, los ocres y los anaranjados. El cabello del ángel parecía miel caliente. Su piel, crema de leche. Se imaginaba sus manos de barro, sólidas, firmes. Por aquel entonces había deseado desesperadamente que una de ellas saliera del lienzo y le apresara los dedos, que tirase de él hacia adentro y le rescatara de aquel infierno.

Se recordaba rezando las oraciones que había aprendido, siendo muy niño, de una mujer entrada en años que olía a naftalina. Se recordaba intentando murmurar las plegarias en el orden correcto, aferrado al borde del aparador, mirando aquel cuadro.

Su alma gritaba, pidiendo ayuda. Al otro lado del cristal, nadie respondió.

A mitad de la letanía, los pasos se acercaban a su espalda. Una mano suave y ancha se apoyaba en su hombro, y no era la del ángel. Él siempre lo sabía. El perfume de la colonia del hombre le llenaba las fosas nasales. Su voz, envolvente y suave, apacible y adulta, le saludaba como debe saludar un padre a un hijo. Había algo en el modo en que se estrechaban los dedos en su hombro que le provocaba repulsión. No era lo más repulsivo, no, desde luego. Todo lo peor venía después de eso. Pero ese gesto inicial, tan terriblemente cotidiano, era el preludio de su calvario.

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora