Capítulo 28 - Primera parte

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Gabriel

«En los sueños, el tiempo siempre discurre de manera diferente».

Gabriel creía saber cómo se había sentido Alicia al atravesar la madriguera del conejo. Sin saber lo que le esperaba al otro lado y tal vez irracionalmente asustada, al menos aquella niña era eso, una niña, y su mente no estaba tan sólidamente constituida como la de un adulto. Se adaptaba mejor a los cambios y también a lo insólito, a la maravilla. Los niños se sorprenden todo el tiempo. Los adultos se acostumbran a que nada pueda hacerlo. De ese modo, Gabriel se había acostumbrado a ignorar todo aquello que podía provocarle un asombro poco menos que moderado, y ahora, mientras caminaban a través de callejones cada vez más oscuros y sórdidos, bajo la luz titubeante de farolas ambarinas que parecían a punto de apagarse todo el tiempo, se esforzaba en ser como esa cría rubia de los cuentos de Lewis Carroll. No, no era sencillo.

—¿Dónde vamos? —preguntó en un momento dado.

—Vamos a ver a Solomon —respondió en un susurro Lucero.

La chica le había soltado la mano, pero seguía patinando junto a él. Su uniforme de motorista, aún desgastado, parecía más nuevo que su propio abrigo. Litio y Hechicera iban algo adelantados, transportando entre los dos al durmiente del maletín. El primero era un muchacho desgarbado y muy delgado. Llevaba unos vaqueros con los bajos apretados alrededor de los tobillos con cinta aislante negra y una cazadora de béisbol. Gabriel no le había podido ver el rostro a causa de la máscara con la que se cubría, pero su cabello, desgreñado y cortado de forma irregular, se disparaba en puntiagudos picos hacia arriba y hacia los lados, de color castaño oscuro y con restos de un tinte verde o azul, era difícil decirlo con la equívoca luz de las farolas. En cuanto a Hechicera, se trataba de una joven alta que iba envuelta en un impermeable y se cubría el cabello con la caperuza del mismo. Era de color gris oscuro y se podía ver la marca de una famosa casa fabricante de artículos deportivos y de supervivencia en su espalda, gastada y casi ilegible. De los bolsillos asomaban pequeños objetos extraños: cables, destornilladores, un puño americano.

—¿Quién es Solomon? —volvió a preguntar Gabriel, en el mismo tono de voz en el que ella le había respondido.

«Son demasiado jóvenes. ¿Cuántos años tienen? ¿Dieciocho? ¿Veinte? ¿Qué hacen aquí? ¿Por qué están solos?».

—Solomon es un Vigilante. Él sabe muchas cosas.

—¿Sobre qué?

—Sobre esta ciudad, sobre los durmientes, sobre los Vigilantes. Sobre la gente como tú. Sobre cualquier cosa.

—¿También sobre los monstruos?

Ella asintió con la cabeza.

Gabriel echó un vistazo a los otros dos patinadores. Uno era más alto que los demás y tenía una máscara que sólo cubría la boca, por lo que podía ver casi todo su rostro. Parecía algo más mayor, tal vez rondando los veintiséis años. Llevaba un palo de hockey apoyado en el hombro y se deslizaba muy silenciosamente. Vestía pantalones y camisa de corte militar, de color gris, negro y blanco sucio, ideales para esconderse en la ciudad. El pelo rubio, rapado por un lado, estaba peinado hacia el otro y en su mirada había una mezcla de vacío y decisión punzante que Gabriel supo reconocer enseguida. Era aquella la mirada de quien ha visto mucha muerte y también la ha provocado en más de una ocasión. El otro tenía el pelo largo recogido en una coleta en la nuca y llevaba un mono de trabajo, rodilleras y coderas, algunos refuerzos que Gabriel reconoció como piezas protectoras para futbolistas y unos grandes guantes. Del cuello le colgaban un par de botas atadas entre sí por los cordones, viejas, con la suela destrozada.

—Os he visto por ahí —dijo, mirando de nuevo a la chica, Lucero—. A vosotros o a algunos de los vuestros. ¿Qué hacéis exactamente?

La muchacha respondió sin vacilación.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now