Capítulo 30

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Alérigan llevaba toda la noche sumergido bajo el agua, se había desnudado y solo subía a la superficie a coger un poco de aire cuando se veía obligado.

Estaba desquiciado porque no conseguía quitarse de encima el olor de la sangre. Ese olor nauseabundo a óxido se le había quedado embebido en la mente. Se sentía sucio al tener contacto con algo que hubiera pertenecido a aquella «cosa» que no podía ser calificada como persona.

El muchacho pensaba en lo que le diría su madre si hubiera visto lo que había hecho. Probablemente se enfadaría con él, lo golpearía y lo echaría de su vida. Alérigan pensaba que, por desgracia, ella había vivido esclavizada toda su vida y nunca había visto lo que en realidad era su amante esposo: un monstruo que se disfrazaba de padre y marido delante de las personas, pero que cuando nadie lo miraba se convertía en un torturador nato.

El chico salió del agua y se sentó en el muelle, con la mirada puesta en el cielo estrellado. Si su madre hubiera seguido a su lado, la habría llevado al gremio para que viera la vida que había escogido tras el abandono de su padre. Le enseñaría todo lo que Anders y él habían conseguido a lo largo de su juventud. Pero ahora había vuelto al agujero al que su padre lo envió cuando era niño, a la vida de ladronzuelos y luchadores callejeros; pero esta vez con clase, como diría Lienne.

Entonces, recordó lo que le hizo a su amigo cuando estaba huyendo de La Casa Perlada. Lienne era un buen camarada, desde que lo conocieron no había hecho otra cosa que ayudarlos, eso sí, siempre a cambio de que trabajaran para él. A fin de cuentas, esa es la única manera de conseguir algo en la vida, así que no lo culpaba por ello, por actuar de esa manera había llegado tan alto.

El joven miró sus manos. Todavía podía ver la sangre en ellas, a pesar de que ya estaban limpias. Y el olor... el olor no desaparecía.

Tanto había deseado este momento de triunfo, en el que pudiera continuar con su vida sin tener miedo de encontrarse a ese hombre por las calles, que ahora no sabía qué lo estaba perturbando. Se llevó las manos a la cabeza y la sujetó con fuerza, aferrándose el pelo oscuro entre los dedos.

Lienne tenía razón, no era más que un maldito cobarde que llevaba toda su vida huyendo y escondiéndose hasta de su propia sombra, y ahora que eso había terminado no sabía qué hacer. A lo mejor, pensó por un momento, había llegado su hora, pues ya había cumplido su propósito en la vida. A lo mejor ya estaba en paz consigo mismo. Y el mar no hacía más que llamarlo a su interior. Podía ser la solución para todo.

Pero entonces la imagen de Nym se paseó por su mente intentando hacer lo mismo que a él se le estaba planteando.

Ahora sí que era consciente de que estaba perdiendo la razón, y solo había una persona capaz de hacerle recuperar la cordura: su hermano Anders. Se vistió con rapidez, aún con el cuerpo mojado, lo que hizo que la ropa se le quedara adherida al cuerpo dibujando sus formas masculinas, y comenzó a andar rumbo a la Mansión de Cristal.

El señor de Olusha había hecho llamar a Anders e Ishalta a su estudio, aquella habitación austera que contrastaba tanto con el resto de la casa. Anders desconocía el propósito de esa reunión clandestina en la madrugada, pero se imaginaba lo peor. Y, al ver entrar a Lienne con el antebrazo vendado de forma improvisada y con la tela empapada en sangre, sus sospechas se afianzaron aún más.

—Chicos, tenemos un problema —dijo Lienne, sentándose tras su escritorio para tener a sus dos invitados enfrente.

—¿Qué te ha pasado en el brazo? —preguntó Ishalta con preocupación.

—Eso es lo de menos, el problema está en que Alérigan está perdiendo el norte y tenemos que hacer algo.

—¿Ha sido Alérigan? ¿Te ha atacado?

Por mucho que su hermano hubiera perdido la cabeza, Anders no lo veía capaz de atacar a nadie sin alguna razón lógica. No era un asesino.

La Sombra de MiradhurWhere stories live. Discover now