13. Oir y escuchar

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Al aceptar la toalla que Gustavo le extendió, se envaró por esa mirada intensa que le dedicaba. Se reprendió otra vez por ser tan atacada al abandonarlo en el restaurante sin siquiera decirle, aunque fuera una mentira, para aplacar su enfado. Lo raro fue que se quedó parado frente a ella, entornando la vista como si aguardara su intervención.

Cobarde agachó la cabeza y procedió a secarse con la toalla impregnada de la colonia masculina que conocía bien. Entre los nervios de ser inspeccionada, no se percató que las miradas de Gustavo, que no era porque esperara algo de ella, sino porque temblaba y su mandíbula castañeaba. Curioso la observó pasarse el paño por los brazos que se tiritaban a cada nada, considerando que si seguía con esa ropa pescaría un resfriado.

Regresó por el pasillo e ingresó a su habitación. Del pequeño mueble que servía como su guardarropa agarró una sudadera y una pantaloneta de tela, ambos de tonos oscuros. Regresó a la estancia; Mérida había depositado su bolso en el suelo para poder secarse en vano la ropa, aun trepidando de frio.

—Ven —la llamó, captando su atención—. Coge esto y cámbiate en el baño —le mostró, señalando con el pulgar sobre su hombro a la habitación al fondo del pasillo cuya luz quedó encendida.

No pudo rehusarse por su comportamiento; le resultó severo, cual capitán dando órdenes, así que obediente tomó la ropa que le pasó y rígida fue a donde le pidió, teniendo esa sensación abrumadora de sus ojos claros sobre ella. Hasta que se encerró, Gustavo se rio entre dientes por esa actitud, cual niña regañada por cometer una pilatuna, no obstante, eso no mermó su idea de interrogarla con rigor cuando saliera. En lo que esperaba, se dispuso a secar el piso mojado por su llegada, a su vez que se fue a cambiar en su habitación.

Mérida se tomó su tiempo en el baño, pequeño, blanco y limpio, con algunos detalles como el del fregadero un tanto sucio por el uso del rastrillo o las partículas secas de dentífrico en el espejo. Porque el frio no lo toleraba, se metió a la regadera para quitarse la ropa con cierta dificultad. Ignorando el pudor se retiró la ropa interior y se secó con la toalla que ya estaba mojada. Luego de escurrir sus pantis y el brasier, se los colocó junto las prendas que le cedió Gustavo, sintiéndose más que abochornada. Después estrujó su ropa y la toalla en la ducha, dejando todo aparentemente seco.

Antes de salir recapacitó en el embrollo en que se metió. ¿Qué le aguardaba cuando cruzara esa puerta? No se podía marchar, primero por la lluvia inclemente que no mermaría hasta entrada la noche, segundo porque Gustavo no se lo permitiría sin antes darle una explicación por su huida. Se reprendió por no ser sincera, por no detener eso desde un inicio; ¿debía decirle la verdad?

Enseguida se rehusó pese a que su razón era la única partidaria de que escogiera esa opción. No obstante, si la elegía vendrían las preguntas que le abrirían heridas profundas, secretos de los que no se podía salvar y que convertirían su dilema de por si pequeño, algo más grande que se saldría de sus manos.

Resolvió continuar como iba, por el sendero de la omisión, no revelar nada, no brindarle información que la comprometiera a explicar más de lo que podía. Suspiró tendido con tal de apaciguar el latir acelerado de su corazón y, cundida de miedo, salió del baño.

La sala estaba en penumbras, siendo la luz de una habitación la que le sirvió para saber por dónde andaba. Con pies descalzos, recorrió los centímetros que la llevaron al cuarto donde seguro la aguardaba Gustavo. Se serenó lo mejor que pudo, prosiguió hasta que por cobardía se detuvo antes de que su silueta se vislumbrara en el umbral. Silenciosa dio una buena inhalación, retuvo el aire para luego inclinar la cabeza hacia adelante y husmear por el rabillo del ojo si era verdad lo que suponía; de inmediato retrocedió.

Lamento Meridiano ©Where stories live. Discover now