22. Modos de quererla

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—¡Te doy todo ¿y así me pagas?!

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—¡Te doy todo ¿y así me pagas?!

Fue la frase que le dio luego de desquitar su furia propinándole un puñetazo en el brazo. Aunque le pidió que no le pegara mientras conducía fue en vano cuando le ordenó que se callara.

»Soy tu esposo —siseó con los dientes apretados, punteándose el pecho repetidas veces sin desprender la vista del frente—. ¡Debes respetarme, obedecerme! ¡¡Debes serme fiel!!

Profirió con rabia, elevando el dedo al dar énfasis a sus palabras. Por poco le aventó un manotazo que no arribó a su objetivo. El regaño no acabó allí.

»¿Por qué quieres dañar nuestro matrimonio? —le recalcó, aferrando el volante que sacudió en su desespero por desquitar la ira que lo consumía. Reparó en su esposa abatido, irritado, logrando intimidarla, causándole culpa por traicionar su confianza.

Si hablaba lo alteraría más, si no hablaba igual, eligiera cualquier opción el resultado sería el mismo, el que la lastimara y así pasó. Ante su mutismo mandó la mano a su delgada pierna y la apretó con tal fuerza que Mérida al fin lloró, cabizbaja, mordiéndose los labios para no quejarse.

—¡Por qué te empeñas en hacerme enojar! —le rebatió, clavándole las uñas hasta que el brazo le tembló. Desesperada, le sostuvo de la muñeca y a varios jalones le pidió que no la hiriera.

David la soltó, repudiando su toque al pensar que tocó a otro hombre. Asqueado le escupió; por miedo su esposa no se atrevió a limpiarse la saliva que le salpicó el brazo.

—Eres una puta desagradecida, eso eres —chantó, estrujando la palanca de cambios. Pisó el acelerador a fondo, con la mente nublada de escenas donde ella besaba otro hombre, en situaciones comprometedoras, de esos mensajes que leyó de ese desconocido que juró, mataría si lo conocía. No le cabía en la cabeza esa traición por lo que consideró que alguien más influyó en la rebeldía de su mujer—. Es por juntarte con ese marica, es que estoy seguro de que es por ese perro marica —murmuró para sí mismo, fuera de sus cabales.

A Mérida tal acusación le heló la sangre. Julieta no tenía por qué resultar inmiscuida en sus líos, era inocente de sus errores. No era la primera vez que David la culpaba de no obedecerlo y la última vez que le advirtió a su amiga que no volviera a hablarle, aunque no hubo golpes o una fuerte disputa, fue ella la que recibió el escarmiento.

Anduvieron en silencio un largo tramo donde rogó que no dijera nada más, algo inútil porque de nuevo despotricó contra ella, sumándole más peso a su cargo de conciencia.

—¿Acaso ya no me amas? —le increpó, observándola, mostrándose compungido. Apretó los dientes y furioso dio un manotazo contra el volante—. ¡¿Acaso no lo era todo para ti?!

Mérida se encogió en su asiento, a tientas de recoger las piernas para abrazárselas, darse algo de consuelo por lo afectado que lucía. Cerró los ojos, preguntándose si en el fondo lo quería, confundiéndose porque no hubo contestación.

Lamento Meridiano ©Onde histórias criam vida. Descubra agora