18. La cima y la ruina

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—Sabe que no puedo, Gustavo.

—Necesito saber si está bien, es todo. Deme el número y negaré que usted me lo pasó.

—Que no, hombre, no insista —espetó con exasperación, ampliado sus ojos al mirarlo en advertencia.

Suspiró, volcando los ojos. La perseverancia de su empleado a cargo le era insoportable, sobre todo cuando había mucho trabajo acumulado por la ausencia de Mérida. Si no estuviera en su turno lo hubiese mandado a la mierda, pero por ser el jefe del área de bodega, debía guardar la compostura que Gustavo le estaba quitando con su afán de saber qué pasó con su empleada ausente.

—Mire que he hecho lo que me pidió sin protestar, jefe, en serio necesito saber por qué no ha venido a trabajar estos días —rogó por enésima vez el hombre a su lado, que aun cargaba la caja que le pasó para que la colocara en un estante.

—Ya-dije-que-no-puedo —profirió, enfatizando cada palabra. Su paciencia se agotó por lo que, al advertir al terco sujeto, endureció tanto el semblante que acalló la próxima petición que la haría—. Está enferma, es todo lo que puedo decir, así que deje de joderme porque estoy a nada de mandarlo al carajo y con eso me refiero a despedirlo.

No tuvo cómo objetarle, con esa clara amenaza se limitó a asentir una vez con la cabeza.

—De acuerdo, don Genaro, yo pues...

—Ya, hombre, mejor vaya deje esa caja donde le pedí y termine de acomodar las que faltan, iré a hacer inventario —mandó el hombre, exhausto por acomodar productos toda la mañana; la espalda le dolía y para completar le palpitaba la cabeza por escuchar al testarudo de Gustavo durante ese tiempo, pidiéndole información sobre Mérida, algo que tenía prohibido hacer.

Don Genaro se marchó del pasillo sobándose las sienes. El hombre que dejó atrás se quedó pensativo sin saber a quién más recurrir para averiguar sobre Mérida quien iba para tres días sin asistir al almacén.

El sábado la pasó de maravilla con ella; entre besos, risas, anécdotas y escuchar canciones, la consideró la mejor cita, superando a la que tuvo con su primera novia, con quien fue a un concierto de rock. Lo que opacó en algo ese memorable evento fue despertar a la mañana solo en la cama.

No se quiso preocupar; Mérida le explicó que debía despertarse temprano el domingo, aunque no le dio la razón. Dedujo que era por su hijo, sin embargo, el lunes, al no verla, creyó que algo malo le sucedió. No quiso pensar en el peor de los escenarios así que, como quien no quiere la cosa, se acercó a su jefe para preguntarle qué pasó con ella, tranquilizándose cuando le aclaró que estaba enferma. El martes ante su ausencia asumió que tampoco asistiría, no obstante, llegado el miércoles se desesperó por conocer su verdadero estado.

Se culpaba por no despertarse con ella para asegurarse de que llegara bien a casa, también por no pedirle su número de celular para contactarla, así que allí estaba, en medio de ese pasillo desolado, estresado, irritado, desesperado por al menos cerciorarse de que estaba bien. No le bastó con que su jefe le afirmara que continuaba enferma, presintió que algo le sucedió, por eso su afán por averiguar su paradero. ¿Qué más podía hacer? Don Genaro se negaba a darle información por esas políticas absurdas de la empresa y obvio su otro jefe ni por asomo le colaboraría, con él no se llevaba nada bien.

Agobiado se revolvió el cabello desordenado por su mala práctica al amarrárselo. Más inútil no pudo sentirse por no saber nada de ella y más le pesaba su ausencia. Estar solo, sin tenerla cerca durante ya tres días se convirtió en un suplicio; mantuvo aburrido, desmotivado, sin ganas pese a que laboraba sin interrupciones durante la jornada. Al no tenerla comprendió lo mucho que cambió sus días, sin ella no había motivos para entrar temprano a trabajar. Era su incentivo para quedarse más tiempo, ahora estando solo quería largarse de una buena vez a su apartamento.

Lamento Meridiano ©Where stories live. Discover now