30. Su motivo

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Salieron de la habitación que Julieta cerró con seguro y antes de llegar a la sala, la puerta principal del apartamento se abrió, por poco sacando de sus cabales a la mujer tras Gustavo a quien rebasó con premura para apersonarse de la visita quien se atrevió a ingresar sin siquiera revisar si había alguien adentro.

Quien entró con propiedad por la casa era una mujer de unos cincuenta años, cuya expresión comunicaba su verdadero ser. Con mirada altiva, cara arrogante y andar firme, dio a entender que era de esas que discriminaban sin piedad, de las que su pensar era único e incuestionable. Iba acompañada de un hombre que se mantuvo afuera unos instantes, que por un ademán insistente de la mujer enseguida entró. A diferencia de ella, se mostraba serio, inexpresivo; era joven, el de menor edad entre los presentes. Iba vestido de traje, como un oficinista, con un folio bajo el brazo.

Julieta y Gustavo los repasaron de arriba abajo; vestían como si pretendieran dar la imagen de personas respetables con las que nadie podía entrometerse. Las apariencias engañaban y Julieta sabía que se traían algo entre manos, alguna jugada chueca para intimidarlos, por eso se preparó muy bien para la ocasión, tanto que conocía al tipo que acompañaba a la vieja.

—¿No se pudo esperar? —reclamó la acompañante de Gustavo quien se cruzó de brazos frente a la señora. Doña Berta arrugó la nariz, la miró de forma despectiva, agria por comprender lo que era.

—Lo que sea que hable, que sea con el abogado de mi hijo —zanjó la vieja, desviando los pasos a un lado, en dirección al pasillo por el que ambos emergieron, no obstante, Gustavo se paró ante ella.

La vieja al topárselo tan de frente retrocedió un paso; la altura de ese hombre que desconocía era considerable, igual que su musculatura y los tatuajes en sus brazos. Lo creyó un presidiario, por eso soportó el decirle que se quitara.

—Señora, aquí no está para poner condiciones —objetó Julieta, captando la atención de la mencionada quien se giró, cambiando su semblante del asombro al repudio—, ni siquiera tiene derecho a pisar esta casa. Si cree que con un abogado puede hacer lo que se le dé la gana está muy equivocada.

Doña Berta no le agradó en nada que osara dirigirle la palabra, no por el tono que empleó, sino por el hecho de ser lo que era, una aberración ante los ojos de Dios.

—No quiero hablarle —espetó, volviendo a mirar de arriba abajo a Julieta quien estaba más que acostumbrada a esa gente que la trataba con desprecio ser transgénero—. Será mejor que salgan del apartamento de mi hijo si no quieren que llame a la policía.

Ambos confidentes de Mérida, la verdadera dueña de ese hogar, se les revolvió el estómago, por poco sacando a relucir su enojo por semejante desfachatez. Fue ahí que Gustavo rio entre dientes para disimular las ganas de contradecirla, obteniendo la mirada de la señora y su acompañante.

—¿Tiene pruebas de eso? —preguntó, extendiendo la mano para recibir algún supuesto papel que confirmara sus palabras.

—¿Por qué tengo que dárselas a usted? —refutó la vieja con indignación, arqueando una ceja en altivez.

Lamento Meridiano ©Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora