34. Si volvería a ser

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La última vez que la vio en sus sentidos lucía abatida, decaída, sin embargo, rescató su hermosura, lo bonita que estaba con ese saco de lana holgado que portaba pese al leve calor de ese día

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La última vez que la vio en sus sentidos lucía abatida, decaída, sin embargo, rescató su hermosura, lo bonita que estaba con ese saco de lana holgado que portaba pese al leve calor de ese día. Era como una diosa atormentada, perdida entre mortales, que buscaba con la mirada una salida a su agonía.

Esa tarde se veía casi igual; preciosa, con sus ojos cafés distraídos en el paisaje de la urbe que se dibujaba a través de la ventana, apesadumbrados por lo que tuvo que pasar. La piel de su cara antes cubierta de moretones, en ese momento era tersa, libre de daño, siendo unas ligeras ojeras las que evidenciaban su tristeza. Su cabello era tal como lo recordaba; ni tan peinado, pero tampoco desordenado. Sus manos tenían sutiles cicatrices y su brazo era inmovilizado por una férula; aquello hizo mella en él.

Otra vez se preguntó por qué no identificó las señales, por qué no llegó a tiempo para evitar que la dañaran; ese era su más grande remordimiento, no poder protégela y seguiría así hasta que alguien le ayudase a sacarse esa idea. Caminó despacio, guardando el impulso de apresurarse, de ir a abrazarla, de decirle que no le importaba nada, sólo que estuviera viva y bien. Al dar el segundo paso, la mujer sentada en la camilla le observó, cambiando su menguada expresión a una perplejidad que no supo identificar. ¿Era asombro o temor de verlo?

Frenó los pasos a mitad de trayecto; con la calma de quien intentaba acercarse a un animalillo asustadizo elevó las manos, mostrándole que sus intenciones eran buenas.

—Si no quieres que me acerque me quedaré aquí —indicó el visitante inesperado, bajando despacio los brazos. Inmóvil, mordiéndose los labios, aguardó que le concediera el permiso.

Mérida lo detalló sin bajar la intensidad en su mirada. Lo creyó una mentira que no pudo refutar por ese estremecimiento que afloraba siempre que oía su profunda voz. Sin duda era Gustavo, aquel que se adentró a su malogrado corazón y la hizo desafiar su suerte. Por él quiso sentirse viva, y por él fue que terminó en esa situación. Pronto apartó la cara, cerró los párpados con fuerza ante el escalofrío que amenazó con transformar su miedo en pánico. Con la cabeza ladeada respiró como le enseñó la psicóloga para aplacarse.

Si estaba allí no había riesgo de que su esposo rondara por el hospital; debía quitarse ese pensamiento de que David la asechaba. Respiró hasta que recobró la calma, sin perder la inquietud, no por él, sino por el motivo de su visita. ¿Qué tanto sabía de ella? ¿Conocía su verdad? Le preocupaba que lo supiera, que era golpeada por su marido pues no quería que la juzgara por ello. Abrió los ojos y se quedó cabizbaja, sin poder darle la cara por llegar a esas circunstancias.

Gustavo aguardó en su sitio, conmovido por su asustadiza actitud. ¿Temía por él o por posibles represarías de cierto individuo? Metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras repasó su figura, sonriendo de lado por ese sonrojo intenso en sus mejillas; al menos en eso no perdía el encanto, en avergonzarla cuando la rondaba.

—Me alegra que estés despierta —manifestó, suspirando con profundo alivio. Fue por lo que perseveró, que lo reconociera—. Quería decirte que... te eché de menos y que... espero que... bueno. —Soltó un bufido y rio entre dientes por los nervios.

Lamento Meridiano ©Where stories live. Discover now