14. Mentirosa

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Sus manos eran ásperas, pero sus caricias parecían de terciopelo. Pese a su altura, a lo diminuta que se percibía entre sus brazos, él le brindó sin ser consciente, la seguridad y protección que le faltaba. Ni sus tatuajes, ni su mirada intensa la atemorizaron; tal vez al inicio, cuando no lo conocía, no obstante, en ese preciso momento esos detalles la atrajeron más, como la miel a las abejas. Se perdió en su mirada cual pozos de agua cristalina, en la manera en que la contemplaba, no con ese enojo de antes, ni con esa coquetería de siempre, sino con el interés que alguien enamorado podría reflejar.

Fue un impulso el que deslizara una mano por su recta quijada, deleitándose del contacto con esa barba espesa que poseía. Se sumió en su piel bronceada, en cómo su cuello reaccionaba a su terso toque, marcándose un par de venas por la tensión que ejercía y su manzana de adán que subía con dificultad. Le encantó la reacción de sus poros, cómo se erizó al contacto y el cómo aspiró una buena cantidad de aire por la nariz. ¿Ella provocó eso? Siguió explorando su piel, experimentando lo que su toque ocasionaba en Gustavo quien se mantuvo quieto, extasiado por su iniciativa.

No pensó si era correcto lo que hacía, continuó explorando con una mano su cuello hasta atrás, despejando de cabello la zona. Se emocionó por cómo él se detuvo de acariciarla para sostenerla tal como ella lo hacía pues, siendo descuidada, enredó sus dedos por atrás de su cabeza y rascó con suavidad.

Fue automático el que Gustavo encogiera un poco el hombro por la irrefrenable sensación que le erizó hasta las ideas. Apretó los dientes y hasta los dedos de los pies, al tiempo que cerró los ojos; ¿cómo una caricia tan simple lo podía alterar así? Para su buena suerte, eso era poco comparado con lo que vendría.

Tragó duro por el par de labios que sellaron su piel a la altura de su clavícula, expuesta por la camiseta de esqueleto que portaba. Y no fue uno, fueron varios besos, probadas diminutas que no duraban nada, por lo cual casi perdió la cordura. No se contuvo; desesperado ciñó a Mérida de las caderas cuando esas probadas se convirtieron en succiones, no fuertes ni encarnadas por la pasión, sino pausadas, tiernas, delicadas, como sólo ella sabía darlas.

Ante ese agarre ella se detuvo, reconociendo cuan alterado quedó su cuerpo que le pedía continuar. Con rostro acalorado elevó la vista, topándose con otro Gustavo, de mirada oscura, con boca semiabierta y cara ruborizada. ¿Estaba molesto porque lo tocara así? ¿O, por el contrario, estaba así de agitado porque quiso profesarle lo atraída que se sentía por él?

—Si sigues así no voy a parar, Meri —confesó, con la voz más enronquecida de lo normal.

De verdad que no quiso detenerse cuando era ella la comenzó, sin embargo, había algo más importante que desencadenar lo que sentían el uno por el otro. Se obligó a serenarse; cerró los ojos, respiró hondo e ignoró la vergüenza por empalmarse con un par de caricias. Quiso burlarse de ese precoz desliz, nunca le pasó y le gustó saber que Mérida tuvo la facultad de erguirlo sin ser tan lujuriosa. "Sólo a quien se ama de verdad consigue algo así"; pensó, aunque no quiso precipitarse tanto a los hechos.

Más repuesto abrió los ojos hacia Mérida quien, cabizbaja, aguardaba a lo que tuviera que decirle. No quiso ser el malo del cuento luego de semejante muestra de afecto, pero se reprimió de ser condescendiente para que ella no siguiera actuando así, huyendo, evadiendo, como si le temiera cuando el verdadero enemigo lo cargaba ella en su interior.

—Necesito saber ¿por qué te fuiste así? —le encaró, directo, conciso, sin ser amable ni tampoco crudo.

Ella se amilanó al instante. La rigidez en su cuerpo lo preocupó; temía que se cerrara, que no dijera nada o que se lo evitara. Aguardó paciente, contando los segundos para que respondiera a su duda, algo que no pasó.

Lamento Meridiano ©Where stories live. Discover now